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Fotografía y pintura: ¿dicotomía o simbiosis? Más allá de la utopía

La fotografía, desde su aparición, ha sido considerada un registro histórico por excelencia, por su inusitada inmediatez al hecho cierto y al suceso trascendente. Pero, desde aquella primera impresión de la Plaza de Armas en daguerrotipo, tomada por el joven Pedro Téllez-Girón en 1840, se ha dejado de considerar aséptico el proceso de captación de la fotografía para valorar la huella dejada por la presencia del artista tras el lente, frente a una realidad que se expresa a través del encuadre, la elección de parámetros o del tipo particular de sensibilidad para la película con que se ejecuta la toma; demarcando a la fotografía como lenguaje para la construcción de sintaxis y la cimentación de ideales.

En ese tanteo de un estilo propio se destacó José Gómez de la Carrera, cronista visual por excelencia para revistas como El Fígaro, quien pasaría de reflejar triviales personajes e interiores aristocráticos, a reportero de guerra en la segunda etapa de las luchas independentistas cubanas del siglo XIX. Gómez de la Carrera dejó impresionantes testimonios de la Reconcentración de Weyler, y actuó como fotógrafo de la comisión que investigó el hundimiento del buque Maine; pero su labor en el campo de combate se vio coartada por el desarrollo tecnológico, que obligaba a las tropas a posar para su lente. Por tanto, no es de extrañar la búsqueda de encuadres pictóricos para las tomas, como se puede colegiar de las similitudes que logran Armando García Menocal y el foto-reportero, en las diagonales con que muestran a los fusileros mambises; y que se puede extender a la preocupación por “limpiar” el negativo de aquellos elementos imprevistos, antes de realizar la impresión.

Aunque a la fotografía se le reconoce su alto potencial verista como mudo documento de una época, que se acredita por ejemplo en la toma del fotógrafo norteamericano Manoah H. Eberhart –con el conmovedor amontonamiento de huesos de los reconcentrados victimados por Valeriano Weyler en Cuba–, que parece anticiparse a los campos de reconcentración fascistas; es posible verificar cómo la fotografía decimonónica manipula la realidad, incluso la más trágica, en busca del lenguaje más efectivo de la imagen. Entre las fotografías de la reconcentración existentes en el Archivo Nacional de Cuba, que recogen esa numerosa población campesina, hacinada, sin alimentos ni condiciones higiénicas adecuadas, diezmada por la enfermedad y el hambre,- los escuálidos modelos aparecen agrupados en composiciones piramidales, las muchachas más crecidas en el plano del fondo, los niños en primer plano mostrando las llagas del ayuno. Un nuevo lenguaje permite registrar sucesos que no podían ser explicados con palabras, que se resistían a ser embellecidos por el arte, escapados de la lógica convencional de un escenario susceptible a ser descrito. Sucesos que quedan atrapados en el fragmento, mediados por el misterio del lente, que nos imposibilita saber la edad exacta de esos seres momificados en plena vida.

Otras instantáneas de la reconcentración se centran en el drama de la enfermedad, en la obra de misericordia de cuidar al enfermo. El convaleciente es un modelo decimonónico ampliamente tratado en las pinturas del naturalismo y el decadentismo, manifiesto en estas impresiones cargadas de denuncia social ante un estado de conflicto e injusticia. La miseria humana y sus contrastes, la humildad del lecho armado entre taburetes o en el mismo suelo, la penumbra del fondo que separa al grupo femenino de los otros enfermos, acentúan la tristeza de la escena y anticipan el amargo desenlace. Esta será la nota asumida por el maestro Leopoldo Romañach cuando realiza su boceto de La Reconcentración de Weyler, en la profusión de narrativas que describen familias desplazadas,  amasijos sufrientes de cuerpos cubiertos por harapos y, en lontananza, las palmeras son iluminadas por el fuego en el teatro de la guerra.

Un eficaz diálogo, factible de seguir en el análisis comparativo de la producción de la época, se establece entre la fotografía y la pintura. Mientras la experiencia y el entrenamiento de la composición pictórica, ofrecen al artista del lente un recetario para el encuadre de la escena y la disposición de los grupos y acciones retratadas; la fotografía influyó en la pintura de historia relativa a la independencia, como referente directo del escenario de los combates. La fotografía de campaña, tomada por lo general desde alguna prominencia topográfica que ponía a buen resguardo al fotógrafo y su equipamiento, influye en la aparición de escenas como la utilizada por Feliciano Ibáñez para su pintura –hoy desaparecida– La batalla de Mal Tiempo, de 110 x 179 cm, que reforzaba esta sensación fotográfica tanto en la horizontalidad en que se estructura la escena, como en la picada que como a vuelo de pájaro recoge la carga al machete, situando la “mirada” del pintor en el montículo donde un fotógrafo podría colocar su trípode. Parte de esta importante contribución, tiene su origen en la fotografía panorámica, que media grandemente en una tipología de paisaje apaisado y de horizonte medio, que tendrá en nuestra plástica republicana exponentes como Domingo Ramos, quien se remite a este tipo de vista para su cuadro Lugar del combate Las Guásimas, Santiago de Cuba. Y paradigmática resulta la composición de García Menocal para la finca de Rosalía Abreu (La batalla del Coliseo) donde no sólo se emplea el soporte apaisado, sino que se aprovecha la concavidad de la estancia para lograr efectos ópticos de perspectiva.

La fotografía se convierte en modelo para la pintura, en un fluido intercambio de sintaxis, cuando Eduardo Morales se apropia del tema y del paisaje de fondo de una toma realizada en 1896 por Gómez de la Carrera, para su cuadro Caballería mambisa. Este pintor mambí, a quien no faltaban las experiencias de campaña, sólo ha volteado la dirección de marcha de la tropa, permitiendo al espectador contemplar una formación militar idealizada, que avanza en modélico orden de desfile con sus uniformes impolutos y montando bestias descansadas. Parece defraudar la fecha que acompaña la firma de Morales (1897) situando el acto artístico en plena acción bélica, si no se ponderan las contaminaciones y préstamos, entre ambas manifestaciones visuales. Otro tanto se podría especular frente al Retrato ecuestre de Máximo Gómez que ejecuta Federico Sulroca, para el que según la tradición posó el anciano veterano, cuando lo comparamos con una fotografía anónima que recoge el paso del Generalísimo por la trocha Júcaro a Morón, y sólo en el envejecimiento percibido en el rostro mambí, se intuye este debate fructífero.

El valor de los materiales fotográficos para la construcción de la historia, ha ido escalando en importancia durante más de centuria y media de existencia de esta técnica. Las imágenes de la etapa culminante de nuestra epopeya independentista, son testimonios de excepción, donde la forja de la nación puso a prueba lo más genuino del carácter nacional y elaboró, con el auxilio de la fotografía y la pintura, una nueva mirada a la historia patria.

Delia María López Campistrous

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