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Amelia Peláez, una mirada en retrospectiva

Título: 
Amelia Peláez, una mirada en retrospectiva
Fecha: 
2021

Una nueva generación de pintores y escultores irrumpió en el panorama de la plástica cubana en los años treinta del siglo XX. Estos artistas trajeron consigo inquietudes desconocidas hasta ese momento en el contexto cultural insular. Entre ellos, destaca la figura aislada de una mujer, Amelia Peláez del Casal, quien impondrá una nueva manera de percibir la realidad tomando como eje rector los principios de la modernidad.
El talento de Amelia Peláez se aprecia desde sus obras iniciales realizadas en el primer lustro de la década del veinte como discípula aventajada del maestro Leopoldo Romañach. Con ansias de nuevos conocimientos, viajó a París en 1927 y allí entró en contacto con las vanguardias artísticas de la Escuela de París y, por consiguiente, con el lenguaje moderno, que asumió plenamente. Su mente ávida de conocimientos se encontró abierta a la enseñanza artística y así matriculó diferentes cursos libres en la Grande Chaumière, la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes y la Escuela del Louvre. A la vez, visita frecuentemente el Museo del Louvre, donde estudió directamente las obras de los grandes maestros de la pintura. El contexto era muy favorable para su aprendizaje y la joven Amelia quedó impresionada ante la obra de Cézanne, Braque y Matisse. Sin embargo, para su formación artística sería decisivo el encuentro con Alexandra Exter, pintora de origen ruso con la cual exploró a profundidad la pintura de vanguardia, en particular la dinámica del color, el abstraccionismo y el diseño escenográfico. Entre 1931 y 1934 –año de su regreso a Cuba– tomó clases con Alexandra y, tal como ella misma reconoció, a las enseñanzas de esta artista “…debo mi mayor adelanto y conocimiento técnico”. 
Su primera exposición en París, en la Galería Zak, del 28 de abril al 12 de mayo de 1933, constituyó un éxito. Sobresale la calidad de su pintura, apreciándose desde entonces el rigor de la estructura compositiva. Se observa variedad en lo mostrado, avizorándose que la joven Amelia, aún por definir su estética, ya presentaba obras de una súbita madurez como La liebre o Gundinga. En el conjunto exhibido se encuentran las naturalezas muertas que aparecen como repentino motivo de inspiración –tal y como se aprecia en Naturaleza muerta sobre ocre– y ocuparon el centro de su obra desde inicios de los años cuarenta. Tal y como afirma Ramón Vázquez, su más exhaustivo investigador, refiriéndose a sus años europeos: “El conjunto hubiera bastado para colocarla en el primer rango del vanguardismo cubano (…)”  en el contexto de la época. 
Amelia asumió con sentido crítico las influencias que se movían a su alrededor. Dentro de la variedad de propuestas y artistas que la rodeaban, Amelia indagó en todas las variantes que podían nutrir su arte. Sus experimentaciones cubistas se encuentran entre las más interesantes experiencias innovadoras llevadas a cabo por los artistas de la vanguardia cubana en cualquier época. Entre otras, sobresalen Composición con porrón, Composición con vasos y Composición con texturas, realizadas todas hacia 1933, en las cuales Amelia se acerca con curiosidad a la abstracción, en unos casos indagando en las formas geométricas y en otras a través de la mancha de color. 
Al regresar a Cuba, en enero de 1934, trajo consigo su producción realizada en el viejo continente y una probada formación como pintora moderna. Amelia había cuajado cabalmente como artista en París y retornó a casa con una consolidada madurez creativa. Sin embargo, no se lanzó rápidamente a exponer en los espacios culturales de la Isla, sino que prefirió ir madurando su conciencia artística a través del dibujo.
Un año después, decidió reaparecer con una exposición personal en el Lyceum (25 de enero-4 de febrero de 1935), donde presentó una selección de obras de su periplo europeo. Esta muestra resulta decisiva para incorporarla, como fuerza de primer orden, al panorama de la joven plástica moderna cubana. El lúcido ensayista y director de Cultura de la Secretaria de Educación por aquel entonces, José María Chacón y Calvo, en el prefacio al catálogo afirma: “Con el arte de Amelia Peláez vivimos en un ambiente de pureza absoluta. Pintura con los colores precisos. Pintura sin mancha”. 
Los años treinta se caracterizan por una continuidad de su trabajo en Europa, al que inteligentemente Amelia irá incorporando aquellos motivos que enriquecen su pintura como citas de un ambiente que le brinda una luz y color propio de las coordenadas caribeñas. Y es que, precisamente a partir del tema de la naturaleza muerta, Amelia Peláez alcanza el centro de gravedad que mejor define su obra plástica. Esto se hace evidente desde época temprana, con una férrea disciplina en los años treinta, al estilo de Naturaleza muerta con mameyes, aún alejada de la sensualidad y el barroquismo alcanzados por su obra en la década del cuarenta. 

Su pintura logra sus más sobresalientes resonancias próximas al pensamiento estético e intelectual de José Lezama Lima y la generación de artistas y escritores nucleados alrededor de la revista Orígenes (1944-1956). Vinculada estrechamente a Lezama desde 1939 cuando este publica la revista Espuela de Plata, ahora, gracias al ideario lezamiano, Amelia se une a un grupo de pintores más jóvenes como Mariano Rodríguez y René Portocarrero quienes deciden emprender el rescate de la memoria histórica de las raíces hispánicas de la cultura cubana. Ya se observa en la artista una anticipación de estas búsquedas en una obra de exquisito intimismo como su dibujo Siesta, 1941, en el cual la figura femenina se integra al mobiliario y a las artes decorativas que se encuentran en la habitación, tema explorado a través de un dramático colorido en los antológicos Interiores del Cerro, de René Portocarrero. 

 Las naturalezas muertas de Amelia desempeñan un papel protagónico junto a los interiores domésticos concebidos por Portocarrero y Mariano. Y si este último indaga en la calle y atrapa en gamas de enriquecido colorido aspectos de nuestra realidad inmediata como La catedral de La Habana, Amelia se regodea en un espacio interior cerrado, íntimo, donde el centro de atención son las frutas cubanas y las innumerables posibilidades expresivas del tema de las naturalezas muertas en un ambiente que se recrea en el ornamento de la arquitectura colonial. Así surge su apropiación de los vitrales o medios puntos que aportarán decisivamente a su manera de estructurar la composición. Filtra con finura exquisita los colores que otorgarán un misterio esencial a sus obras. 

No se puede hablar de la obra de Amelia de los años cuarenta sin referirse al tratamiento tan particular que hizo de las figuras femeninas. Nutriéndose de la estética de lo feo, propio de las vanguardias artísticas europeas del siglo XX, Amelia confiere en su pintura cierto carácter entre grotesco y dramático a sus perfiles de mujer, tal y como aparecen en sus obras Las dos hermanas, 1944, Mujer, 1945 y Mujer, 1947, todas pertenecientes a la colección del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana. 

En los años cincuenta ocurren cambios significativos en su pintura la cual, sin perder su personalidad definitoria, oscila hacia un estilo próximo a la abstracción geométrica. De manera general el abstraccionismo como corriente expresiva incide notablemente en la plástica cubana de la época. En tal sentido una artista consagrada como Amelia, aunque mantiene inalterable la esencia de su estilo, se acomoda a un tipo de composición en la que prevalece la geometría, apreciándose, entre otras, en su óleo Peces, 1958, resuelto en una espléndida gama de azules.

Durante los sesenta el color luminoso es una dominante en un grupo de composiciones de vigorosa estructura que generalmente presenta un motivo dominante al centro del cuadro. Esta poética particularmente atractiva de la producción de Amelia se inicia con Naturaleza muerta con mameyes, realizada en 1959. En Girasol la gama de amarillos es particularmente intensa, logrando una riqueza notable de texturas a través del uso de una pasta espesa de óleo con la cual crea un exquisito bordado. También en esta época llega a su máximo esplendor la utilización de los vitrales o medios puntos, apreciándose el equilibrio entre dibujo y color de una manera admirable en Naturaleza muerta en azul, una de sus obras maestras. Algunas de estas piezas realizadas en 1964 se encuentran entre lo más selecto realizado por Amelia a lo largo de su fructífera carrera. 

Entre 1964 y 1967 Amelia continúa realizando una obra de gran envergadura –que alterna sabiamente con obras de menor rango- situándose este momento creativo entre los más felices de la artista. La línea negra sigue definiendo los contornos que circunscriben las grandes áreas luminosas de color. Florero y Girasol, ambas de 1964, y Naturaleza muerta en azul son tres magníficos ejemplos de la producción ameliana en los años finales de su vida.

La obra de Amelia Peláez constituye un monumento a la defensa de los valores identitarios de la cultura cubana. Afianzándose en estas raíces supo proyectarlas en un lenguaje universal de singular unidad. Su evolución transcurre sin saltos, en una continuidad que se afirma en la voluntad de ser consecuente con ella misma sin desvíos ni repeticiones. “Amelia gustó de encontrar lo diferente sin perder la unidad del decir propio.”  Es por ello que ocupa un espacio de honor dentro de la plástica cubana para, desde ahí, conquistar un merecido reconocimiento en el ámbito latinoamericano e internacional.  

  ¹Palabras de Amelia Peláez fechadas en La Habana, febrero de 1943. En: Amelia Peláez. Exposición retrospectiva. Museo Nacional, Palacio de Bellas Artes, La Habana, 14 de noviembre de 1968. catálogo. 

  ²Ramón Vázquez Díaz. “Encuentro con Amelia Peláez”. En: Amelia Peláez en el Centenario de su nacimiento. Óleos, temperas y dibujos 1924-1967. Centro Wifredo Lam, La Habana, 1996, pág. 18. 
  ³José María Chacón y Calvo. “Prefacio”. Exposición Amelia Peláez del Casal, Lyceum, La Habana, del 25 de enero al 4 de febrero de 1935. catálogo. 

  ⁴Esta afirmación realizada por la doctora María Elena Jubrías para la labor cerámica de Amelia es válida también para su pintura. Ver: María Elena Jubrías. Amelia Peláez. Cerámica. Ediciones Vanguardia Cubana, Sevilla, 2008. 

 

 

 

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Amelia Peláez del Casal Mujer reclinada, 1935 Tinta sobre papel; 76.51 x 101.7 cm