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Aproximación a Alfredo Sosabravo

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Aproximación a Alfredo Sosabravo

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Sobre la vida y obra de Alfredo Sosabravo han escrito a lo largo de su carrera prácticamente todos los críticos de arte en activo, desde Adela Jaume, Rafael Marquina y Loló de la Torriente, hasta los más recientes especialistas del arte cubano. A su visibilidad dentro de la escena artística han contribuido también otros escritores y  periodistas cuyos reportajes han permitido seguirle el rastro a su trayectoria nacional e internacionalmente.

Desde luego, la bibliografía que ha acumulado en el transcurso de los años no solo es abundante, sino diversa en puntos de vista, lo que ha favorecido la divulgación y el conocimiento de su quehacer artístico en sectores muy amplios de la población; aunque igualmente plantea serias dificultades a quien intente examinar sus aportes y añadir alguna idea nueva que no haya sido expresada ya con inteligencia por sus estudiosos.

Bastaría revisar los diferentes ensayos publicados por Alejandro Alonso, en los que ofrece una visión panorámica del conjunto de su obra, clasificando sus contribuciones en las diferentes épocas y en las distintas manifestaciones para comprender su trascendencia dentro de la escena artística del país. Los textos que presiden sus diferentes libros, son fuente indispensable para cualquier acercamiento al artista. Más recientemente, Hortensia Montero hizo otra interesante periodización que complementa el excelente trabajo de Alonso, “Alea Jacta Est”.  En este caso, la curadora se sumerge en la trayectoria del artista para ofrecer un  resumen sintético pero notablemente ilustrativo de su vida y obra.

Igual de provechosas resultan las crónicas de Tony Piñera quien con notable sistematicidad siguió la trayectoria de Sosabravo desde los años ochenta, reportando desde entonces las exposiciones y premios de los que se fue haciendo acreedor. Sus artículos y crónicas sirven para establecer con fidelidad los hitos de su carrera.  

No menos importantes son los comentarios y entrevistas publicados en distintas ocasiones por otras personalidades del arte y la cultura nacional, en el proceso de evaluar la importancia de sus contribuciones al arte cubano. Entre ellos llaman la atención los acercamientos hechos por Manuel López Oliva, quien en 1991 hizo un prolijo análisis de los valores de su cerámica desde una perspectiva que le permitió colocar el alcance de su figura más allá del ámbito nacional; y en 1999 profundizó en su obra como grabador, mencionando algunas de las influencias recibidas del arte internacional y en particular del latinoamericano. En ese mismo sentido resulta interesante el comentario de José Veigas, en el 2000, cuando apunta la forma tan original como el artista había asimilado el pop-art y la neo figuración, colocándolo al lado de otros de su generación como Raúl Martínez, Antonia Eiriz, Umberto Peña y Fernando Luis.

Aunque muchos han analizado la labor de Sosabravo como ceramista, el texto publicado por la profesora María Elena Jubrías en 1999, merece igualmente ser consultado. Por su parte, Roberto Cobas en 2002 vuelve a la trayectoria del creador para analizar su vuelta a la pintura en los años noventa, algo sobre lo que también profundizó Rufo Caballero en uno de sus textos, en el que además  incluyó algunos testimonios en los que el artista le ofreció claves importantes para comprender sus propuestas y el concepto que ha animado su arte. 

Ahora bien, un trabajo al que sin duda hay que acudir es al publicado por Juan Sánchez en 1998, en el cual las confesiones del artista permiten dilucidar algunos temas inherentes a su ideario y pensamiento artístico. De igual forma sucede con las entrevistas hechas por Carina Pino Santos y por Lourdes Benítez. A la primera, le explica de manera clara y sencilla cómo enfrenta el tránsito de una manifestación a otra, cómo las fue descubriendo, y cómo se da la relación entre lo dramático y lo humorístico en su obra, extendiéndose también en sus influencias y deudas. Por su parte, con la Benítez precisa algunos asuntos tocados ya por otros escritores, pero ofreciendo como novedad, una explicación sobre sus rituales a la hora de involucrarse en el proceso de creación. Memorias que más recientemente amplía en su entrevista con la más joven de sus admiradoras, Ariadna Ruiz Almanza.

Dentro de este panorama no se puede ignorar el artículo publicado en 2002 por el escritor Reinaldo González quien hizo un bello repaso de los momentos determinantes de su trayectoria, hablando particularmente de su cerámica y de los cristales, sobre los que nadie como él ha emitido tan acertados juicios.

En la práctica, todos coinciden en considerar a Alfredo Sosabravo como uno de los creadores más originales de la plástica cubana, cuya productividad resulta incomparable en cualquiera de las manifestaciones en las que se ha involucrado.  La mayoría ha tomado nota de su versatilidad, de su rigor y maestría técnica, de la importancia de su niñez en la aldea natal, señalando la manera como ha desarrollado un lenguaje propio, extrayendo las figuraciones de su entorno para crear ese repertorio de formas tan personal, en el que conviven animales, personajes  y maquinarias, combinados eventualmente con textos, palabras y frases, entre otros elementos que lo identifican.

No creo que pueda yo añadir mucho más a tan variado conjunto de estudios complementado recientemente por la rigurosa cronología realizada por el equipo de investigadores que dirige José Veigas. 

Sin embargo, no quisiera dejar pasar la oportunidad de celebrar junto con su fiel amigo René Palenzuela, este significativo aniversario y ofrecerle como presente, el testimonio de mi profunda admiración y respeto, en la forma de algunas de las especulaciones que me provoca su fértil vida. En todo caso, la curiosidad por comprender la naturaleza de tan creativa personalidad y la necesidad de descifrar los caminos que lo llevaron a la creación de un lenguaje tan personal, son los motivos que han inspirado las siguientes reflexiones. 

 

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Fundada en 1812, la ciudad de Sagua la Grande está situada en una llanura del norte de Villa Clara, a un costado de la sierra de Jumagua. El territorio del que forma parte, atravesado por un río que buscando el Atlántico llega al puerto de Isabela de Sagua, cuenta con los más variados recursos naturales; desde la vegetación propia de la región central de la isla, hasta la flora y la fauna comunes a orillas del mar. Justamente esa proximidad a la costa norte desempeñó un importante papel en la evolución histórica de la comarca, tanto desde el punto de vista económico como demográfico.  

Es sabido que frente a sus costas hay más de dos mil cayos que en su tiempo fueron refugio de los más famosos piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros que esperaban el paso del oro y la plata en su camino al Viejo Mundo.  Por su parte, la desembocadura del río --uno de los más caudalosos de Cuba--,  tampoco pasó inadvertida a aquellos aventureros que encontraron en sus alrededores, sitios donde carenar y comerciar con los vecinos. Se dice que muchos de ellos, cuando se retiraron de sus actividades, se establecieron en el primitivo pueblo a pasar la vejez e invertir las fortunas acumuladas en sus pasadas correrías por los mares del Caribe.  

De hecho, no existe región en Cuba más rica en historias de piratas y tesoros escondidos que el norte de Las Villas y en particular, Sagua la Grande. Lo cierto es que la presencia eventual o permanente de esos personajes en el territorio dio lugar a un gran número de fábulas y leyendas que, trasmitidas de generación en generación,  estimularon el espíritu creativo y la fantasía de la población, creando ese imaginario colectivo que, con el tiempo, pasó a formar parte del patrimonio de la comunidad. 

En ese pequeño pedazo de tierra, donde la creatividad y el talento encontraron terreno fértil entre los naturales del lugar, nacieron figuras tan ilustres dentro de la historia de Cuba como Joaquín Albarrán,  el gran cirujano reputado en el mundo, Ramón Solís, el genial flautista colmado de aplausos en las primeras capitales europeas, Jorge Mañach, el iluminado pensador de profunda cubanía, Wifredo Lam, el más universal de los pintores cubanos; sin ignorar desde luego, otras celebridades como el famoso entre sus pares, Kid Gavilán o quien, en tiempos más cercanos, supo robarse el cariño del público nacional, el temperamental jardinero central Víctor Mesa. Todos, glorias de Cuba, como el artista que nos ocupa que, nacido en 1930, vivió en la campiña sagüera los primeros diez años de vida.

Alfredo Sosabravo, creador, artista por antonomasia, creció en esa región donde los mitos y leyendas adquieren el mayor encantamiento gracias a la riqueza y diversidad de su entorno natural, generador de las creencias más caprichosas, con seres que anidan entre los árboles, las laderas de las montañas y las corrientes del río. Quizás ese sea el origen del peculiar imaginario creado por nuestro artista y de los principales elementos que con el tiempo han ido formando parte de su iconografía.  Un contexto dentro del cual parecen haber sido muy valiosas sus visitas al puerto de Isabela de Sagua, cuando de niño disfrutaba en sus márgenes, de una sorprendente variedad de formas y colores, inadvertidas por lo general para la gente común. Caracoles, algas, piedras pulidas por el constante chocar de la arena y el agua cuya apariencia y colorido  fueron estimulando una visualidad que la mente infantil en su tiempo potenciaría, permitiéndole crear el imaginario personal que con el tiempo lo ha identificado. 

En aquel mundo protegido en su memoria, se fundamenta su peculiar sensibilidad basada en el amor hacia la naturaleza y las pequeñas cosas que la habitan. Sin duda, los personajes creados por él y la manera como los inserta dentro de los más sofisticados e imaginativos ambientes, tienen tanto que ver con la fantasía popular de la que su espíritu se nutrió, como con ese escenario natural del que visualmente estuvo rodeado. Sosabravo es pues uno de esos artistas, en quienes el mundo de la infancia adquiere valor, si no directamente, de manera alegórica, influyendo en la construcción de gran parte de las imágenes que sustantivan su propuesta visual. 

Una mirada a su trayectoria podría quizás explicar esa espiritualidad que le ha permitido pasar por encima de la penuria material y entregarse a la búsqueda de la belleza, una actitud ante la vida que forma parte de su naturaleza y lo distingue como artista y como ser humano por su generosidad y amabilidad proverbiales. 

 

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En 1941 llegó a La Habana junto a su padre que para sobrevivir, vendía frutas y hortalizas en el barrio de Luyanó. Tenía por entonces once años y pronto tuvo que dejar de estudiar para contribuir a la subsistencia familiar, primero en el trasiego y venta de mercancías y luego como empleado en farmacias, jardinerías y mueblerías, entre otros establecimientos que entonces proliferaban en la capital. 

En medio de aquellas privaciones y sin mayores expectativas para el futuro, transcurrió su adolescencia. El entorno urbano, las dificultades materiales, la dureza de la ciudad contrastaban con el ambiente propio de la pequeña ciudad de provincia, del campo y de sus costas. A partir de aquel momento, el mágico ambiente de su niñez quedó refugiado en su mente, preservado en la forma de recuerdos que con el tiempo aflorarían a veces de manera inconsciente. Pero incluso en aquellas circunstancias, las dificultades por las que atravesó sirvieron para fortalecer su espíritu de tal modo que, cuando descubrió su vocación, fue capaz de encontrar los medios que le permitieron abrirse su propio camino. 

En un primer intento por formarse artísticamente se vinculó con el mundo de la música y el teatro y también probó con la danza; pero muy pronto las abandonó. Mientras tanto, desarrollaba una cierta inclinación por la expresión visual, con las modestas cajas de colores, acuarelas y cuadernos para dibujar que eventualmente le obsequiaba la familia. Luego, sin haber definido aún su vocación, comenzó a realizar tiras cómicas, sobre todo con el fin de compartir algunas bromas con los amigos. Sin embargo, esa práctica, nacida de su afición por las historietas humorísticas de su niñez, dejaría su huella en la conformación de su lenguaje personal.

La década de 1950 fue la que marcó el inicio de su carrera artística. Como ha confesado, todo comenzó cuando vio la célebre exposición de Wifredo Lam en el Parque Central.

 Se trataba de dieciséis telas en las que, al decir de Marcelo Pogolotti, el pintor resolvía las antinomias entre cultura y naturaleza, refinado y salvaje, apolíneo y dionisíaco.  En ellas mostraba su coterráneo, con singular plasticidad, la desbordante vegetación tropical llena de sensualidades.  

Nunca antes había visto la obra de Lam. Desde otra perspectiva, los lienzos del pintor lo enfrentaron a la magia del color y las formas, una experiencia que sólo había disfrutado en su niñez y que entonces se le reveló mediante la recreación hecha por la mano del hombre.  La impresión que aquellos cuadros le provocaron, lo llevaron definitivamente por el rumbo de la pintura. 

Cuenta que en medio de grandes dudas, compró pinceles, lienzos y óleos y se dedicó a copiar a Lam. Aquellos primeros trabajos le mostraron sus limitaciones. Le faltaba oficio, desconocía la técnica, su único patrimonio era el entusiasmo y el deseo revelado de expresarse a través de la pintura. Pero había descubierto un mundo nuevo. 

Sin estudios formales, aprendió a buscar por su cuenta la forma de instruirse, frecuentando tiendas de libros viejos, bibliotecas públicas y de amigos. Sus principales lecturas fueron los textos de los suplementos culturales que publicaban los periódicos de la época. Por ellos supo de los pintores de la vanguardia y de los valores que cada cual poseía como artista. Así descubrió y comenzó a admirar a Amelia, a Mariano, a Portocarrero, además de Lam.

En 1955 matriculó en la Escuela Elemental de Artes Plásticas Aplicadas, anexa a la Academia de Bellas Artes de San Alejandro donde permaneció por dos años, estudiando dibujo de estatuaria, geometría y modelado en barro. Aprendió a trabajar con la arcilla, a manejar los palillos, las cuchillas, la espátula y otros recursos de la mano del escultor Florencia Gelabert, por entonces profesor de la escuela. Fueron años de aprendizaje, de formación en las diferentes técnicas de las artes visuales, de conocimiento de los misterios del arte, todo lo cual rendiría más adelante sus frutos. 

A mediados de esa década, su nombre comenzó a aparecer en distintos espacios, y a adquirir cierta visibilidad después de su presencia en el Salón de los noveles realizado en 1957 en el Lyceum donde,  según algunos testigos, dio fe de una personalidad recia y definida de pintor.

Es por esa fecha que conoció a otros jóvenes como él, Tomás Marais, Acosta León y  Antonia Eiriz, quienes desempeñaron un importante papel en su iniciación artística, estimulando aquel interés nacido de su primer contacto con la obra de Lam. Con ellos, cuenta, dialogó, sostuvo debates sistemáticos y aprendió.  

En 1958 nuevamente se hizo presente en varias exposiciones con lienzos cuyos títulos informan de las temáticas frecuentes entonces en su pintura, por ejemplo: Gallo y papagayo, La buena señora, Campesino, Mujer enmascarada, Retrato de diablito, Flores negras y Cuatro gatos,  entre otras. 

Si nos atenemos a las imágenes conservadas de algunas piezas de aquellos tiempos, se puede afirmar que para entonces, su pintura se mantenía bajo el influjo del geometrismo imperante entre algunos artistas. Por otra parte, como anunciando el alcance que tendría su obra futura, en esos años ensayó con la cerámica, hizo máscaras y trabajó con el yeso, entre otros soportes que le sirvieron para explorar su visualidad.

No fue sin embargo hasta 1959 que su figura comenzó a disfrutar de una mayor notoriedad. A lo largo de ese año participó en varias exposiciones colectivas y en salones organizados por distintas instituciones de la capital. Al comentar las obras que mostró en el Salón nacional de 1959, Adela Jaume lo ubicó ya entre el pequeño grupo de artistas que se estaban haciendo de un nombre y una personalidad, “siguiendo senderos interesantes y seguros”.

De ese mismo año data la muestra que hizo en la Galería Habana junto a Ángel Acosta León quien mostró en esa oportunidad una serie de autorretratos, mientras Sosa daba a conocer diez óleos, entre los cuales había algunos ya exhibidos con anterioridad y otros más recientes como Pez y Luna, Jaulas, Ala de mariposa y Pecera. 

Fue justamente esa exposición compartida con Acosta León, la que impulsó su reconocimiento en los principales medios artísticos que comenzaran a fijarse con seriedad en su trabajo. Algunos de sus analistas han llamado la atención sobre una de las piezas incluidas en esta muestra, Ala de Mariposa, actualmente en la colección del Museo Nacional de Bellas Artes, en la cual se  presagian muchos de los elementos que con el tiempo desarrollaría como parte de su lenguaje personal. Ya en ella, se advierte de cierta manera  la importancia dada por el artista al mundo natural, la insistencia en los detalles y la estructura compositiva basada en la diversidad de formas y colores. 

Creo que quien mejor definió los valores de las obras mostradas ese año fue Adela Jaume cuando escribió: “es amigo de los colores vibrantes, de la composición bien equilibrada, y de las formas geométricas y deliberadamente desdibujadas”.

En 1960 descubrió el misterio del grabado, particularmente la xilografía y luego se le revelará la magia de la piedra litográfica. Las distintas técnicas le permitirán abrir las puertas a sus recuerdos y ceder espacio a los personajes que han formado parte de sus vivencias y que lo han acompañado a lo largo de su vida. También los años sesenta lo vieron comenzar a experimentar con otros medios como la cerámica donde según ha dicho, los sueños de su infancia alcanzarían madurez. Terminando aquel incontrastable decenio, Sosabravo ya es una figura visible dentro del arte cubano y un nombre indispensable en el escenario artístico nacional. Su obra había adquirido personalidad propia. 

Si su experiencia de vida constituye una de las fuentes principales de su narrativa o mejor dicho de su imaginario artístico, no se puede desconocer la importancia que, en el proceso de darle forma a su iconografía tuvo el conocimiento de los lenguajes y movimientos surgidos en el escenario internacional, a los que eventualmente tuvo acceso en la Habana y con los cuales se identificó en esos años sesenta.  

      

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Cuando a fines de los años cincuenta en los principales circuitos internacionales, la abstracción, en sus diferentes vertientes,  geométrica, constructivista, subjetiva, lírica, mostraba su agotamiento y el original ímpetu formal de los primeros tiempos se convirtió en una retórica gestual y matérica, en los países legitimadores de las nuevas corrientes, comenzaron a aparecer las primeros signos de recuperación de una libertad expresiva, cuyo principal objetivo fue la liberación de la figura. Un principio que en todas partes condujo a la renovación de los lenguajes que desde el fin de la guerra habían permanecido bajo el gobierno casi absoluto de aquella.

Sin que pueda reducirse el origen de las nuevas corrientes, exclusivamente a una reacción ante dicho predominio, lo cierto es que los jóvenes de los sesenta en muchos lugares, quisieron quitarse de encima la camisa de fuerza del absolutismo geométrico. En poco tiempo, la vocación por la representatividad alcanzó un enorme apogeo y sus propulsores, hastiados de lo mismo, se plantearon volver al objeto y a la realidad cotidiana y recuperar para la pintura la figura humana. 

Como en otros momentos de la historia del arte del siglo XX, entre los seguidores de ese retorno a la figuración que floreció de manera simultánea en Europa, Estados Unidos y América Latina, hubo muchas interpretaciones, de acuerdo con las tradiciones y circunstancias del entorno propio de cada región. Y bajo el nombre de Nueva Figuración en Europa, de Otra figuración en América Latina y de Pop Art, en los Estados Unidos, ese retorno a la representatividad, dominó el escenario del arte internacional a todo lo largo de los sesenta y de los setenta, para sorpresa de muchos expertos que años atrás, consideraban superada toda forma de pintura relacionada con la realidad.

Con manifestaciones visibles desde los años iniciales de los sesenta, la Nueva figuración europea fue legitimada en 1964, con la inauguración en París de la exposición Mitologías cotidianas, mientras la versión norteamericana del Pop Art, recibía simultáneamente el espaldarazo,  con el otorgamiento del Gran Premio de pintura a Robert Rauschenberg en la  Bienal de Venecia de ese mismo año; sin ignorar que el propio evento, un poco antes ya había reconocido el valor de nuevas formas de representación,  cuando en su edición de 1962, le concedió el premio de grabado al argentino Antonio Berni por sus xilocollages con las historias de Juanito Laguna, las que sorprendieron a Michel Ragon, el crítico francés propulsor de la vertiente que él bautizó como Nueva figuración en París.

En todo caso, para 1965, ya los principios que habían conducido al surgimiento de las nuevas propuestas se habían logrado extender por muchos países y, no obstante acoger actitudes diversas y contradictorias, esas vertientes figurativas interactuaron entre sí, creando tendencias dentro y fuera de sus respectivos territorios, dando lugar al surgimiento de  una notable variedad de proyectos cuyo punto de partida era la realidad.

Tomando como referencia los mismos conceptos, hubo quien puso el acento en el uso de formas orgánicas o de una figuración grotesca primitiva como ocurrió con el grupo Cobra o Dubuffet en Europa, donde también hubo quien se dedicó al análisis de la imagen y la estructura como el italiano Valerio Adami, mientras otros centraban su atención en el entorno social y político de su tiempo como el español Eduardo Arroyo. Vale decir que entre los europeos, hubo una tendencia también a aprovecharse de las lecciones del informalismo en lo que respecta a su interés por la subjetividad y la materia.

Por su parte, los artistas del pop americano se hicieron cargo de los objetos reales sólo como trasposiciones, siguiendo el estilo de la información publicitaria de cuyos códigos se apropiaron. De ahí la frecuencia con que tomaron las imágenes tal y como se presentaban haciéndose cargo de la estridencia del color, los encuadres al estilo de los comics, la incorporación de textos remedando el sistema visual de las historietas, confesando en todos los casos que la selección de sus temas y de sus objetos partía exclusivamente de un interés estético.

En América Latina, se volvió a instaurar la importancia de la figuración y de la subjetividad, en ciertos casos, como ocurrió con algunos europeos, desde la estética del informalismo.  De hecho, los presupuestos de los que partieron los pintores de la región por esos años, no distaban mucho de los de sus colegas en el Viejo Mundo. En definitiva, para la época, los artistas latinoamericanos se incorporaban con notable rapidez a la modernidad occidental. Algunos habían vivido o todavía residían en París o Madrid. 

De todas formas, la multiplicación de los medios que hubo por entonces, hizo posible que los nuevos modelos artísticos llegaran en el momento a Latinoamérica donde igualmente algunos jóvenes, hastiados del geometrismo imperante, heredero del arte concreto de los cuarenta, se propusieron quebrar el orden, la buena forma, el valor de la composición, anteponiendo como punto de partida de su arte, la expresión libre y subjetiva, más vinculada con el informalismo y el expresionismo abstracto, aprovechándose no pocos de la composición caótica y desordenada del informalismo.

Ahora bien, más allá de las expresiones individuales, sin duda excepcionales, lo que le dio carácter a esas tendencias fue la actitud mantenida por sus autores ante el fenómeno de la cultura popular, similar en casi todos los casos. Con independencia de las formas utilizadas, fue la manera como asimilaron la cultura de masas,  asumida como principio artístico lo que dio lugar a la aparición de tan numerosas y brillantes personalidades. Por su parte, al asumir el rescate de la realidad circundante, fueron creados modelos de representación cuya intención no tenía que ver con la reproducción del objeto desde un criterio de semejanza, sino con la revalorización del poder de la imagen como signo referativo de la realidad y del significado que la misma tenía para sus contemporáneos.

Hubo entre europeos y latinoamericanos quienes incorporaron a sus trabajos una subjetividad que el pop americano por lo general rehusaba confesar de manera explícita, más interesado en mostrar una frialdad interpretativa y a negar todo discurso que tuviera una referencia autobiográfica. 

En cualquier caso, todos los que asumieron la recuperación de la figura, cultivaron el signo icónico y se plagaron de connotaciones fácilmente reconocibles por la población; tuvieron además en común la división de la superficie del cuadro tomando como referencia los códigos visuales extraídos de los mass media. En general, la composición derivó hacia una estructuración del espacio similar al comic cuya influencia se advierte en los encuadres, montajes, secuencias y en la presencia de la transcripción escrita. Frecuente también fueron los colores planos tomados de su uso en el cartel así como el empleo de un estilo de dibujo claro y preciso para la configuración de las formas. Y por lo demás, el recurso más utilizado fue el de la repetición, el uso de las series así como la agrupación y acumulación de imágenes sobre la superficie pictórica.

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Cuba no fue ajena a esa influencia. Si se recuerda, los principales representantes de la nueva figuración europea estuvieron en la Habana en 1967 como integrantes del Salón de Mayo. Su obra tiene que haber sido también del conocimiento de algunos de los jóvenes que en esos años estuvieron en Europa, entre otros, Umberto Peña. De cualquier modo, gracias e ese evento, muchos artistas cubanos tuvieron ante sí, de primera mano, las propuestas de aquella generación de jóvenes pintores europeos que se habían rebelado en París desde 1962 y que se proyectaban como grupo al igual que había ocurrido aquel mismo año en Buenos Aires con los pintores de la llamada Otra Figuración argentina.

Fue de hecho, la primera vez que una corriente artística de moda tenía tanta presencia en la Habana, no sólo mediante la obra, sino también a través de la voz de sus protagonistas quienes se dedicaron durante su estancia, a divulgar sus principales conceptos y puntos de vista sobre la pintura y el arte en general.

Vale recordar que en esos años sesenta, en Cuba se había extendido un rechazo a la abstracción entre determinados sectores de la política, motivado por la actitud de algunos viejos comunistas, entonces en el poder en el área de la cultura. Es cierto que esa problemática duró mucho tiempo y se manifestó de muy distintas formas. Pero eso no quiere decir que dicha polémica haya sido la que le dio carácter a la época.  En definitiva, no obstante las víctimas que dejó en el camino, en el ámbito artístico nacional hubo quienes afortunadamente nunca dejaron de hacer abstracción y han sido abstractos toda la vida. Si bien algunos no pudieron soportar el acoso y la abandonaron, en otros casos la dejaron por razones estrictamente estéticas. Tampoco hay que olvidar que a pesar de todos los males que la polémica contra la abstracción suscitó, la principal víctima de aquella época fue una artista figurativa, no un abstracto.

Lo cierto es que entre los jóvenes más inquietos e informados entonces, reapareció un interés por la figuración, a tono con lo que estaba sucediendo en los principales circuitos del arte internacional. Y fueron algunos de ellos los que desarrollaron una obra excepcional en esa década y la que le siguió, cada uno con un estilo indiscutiblemente personal. Desde luego, no hay que confundir a estos nuevos figurativos con aquellos que, dentro del realismo y el naturalismo pasado de moda de años atrás, se mantuvieron haciendo lo mismo sin que los nuevos aires de la abstracción, extendidos durante los cincuenta, hubieran podido desplazarlos totalmente.

Antes de que el Salón de Mayo y sus “enfants terribles” llegaran a la Isla, gran parte de los jóvenes artistas que en América Latina habían recuperado la figuración para la pintura, se habían hecho visita frecuente en las actividades de la Casa de las Américas, desde la creación en 1962 del concurso de grabado latinoamericano.  Dicho evento permitió dar a conocer en el escenario artístico habanero, a muchos argentinos propulsores de la Otra figuración surgida en Buenos Aires por entonces; también a otras figuras como el mexicano José Luis Cuevas, la uruguaya Leonilda González, sin contar otros que como el peruano Espinosa Dueñas marcaron con su magisterio una actitud nueva ante la figuración, en las escuelas de arte.

Ese ambiente no pudo pasar inadvertido para el joven pintor que era entonces Alfredo Sosabravo.  Es obvio que una personalidad como la suya, debe haberse sentido estimulado por la iconografía tan diversa aportada por aquellos creadores, para quienes resultaba imprescindible reflejar la permanente relación del hombre con sus semejantes y con las cosas que le rodeaban. Una inquietud que evidentemente ya compartía y lo alejaba de la figuración abstracta con la que había estado experimentando tiempo atrás.  

Desde entonces, la necesidad de reflejar los vínculos del hombre con la naturaleza guió sus pasos y la búsqueda de una iconografía propia para expresarlos, pasó a ser el motivo central de sus indagaciones artísticas.  Al respecto ha confesado: “Por muchas críticas amables que había merecido mi giro hacia lo abstracto de comienzos de los sesenta, no lograba evitar que algo se agitara dentro de mí hasta hacerme sentir no encontrado…No sé si por influjo de la gráfica o porque la época era demasiado convulsa para mantenerse al margen incluso en la pintura, lo cierto es que hacia el año sesenta y cinco regresé la figura humana a mis lienzos, y con ella, un cierto discurso sobre su entorno.”

Sin duda, la forma como sus contemporáneos se plantearon la vuelta a la figuración, le ayudó a encontrar el camino que su capacidad de fabulación necesitaba para expresar sus personales preocupaciones y dar rienda suelta a su imaginación. Sin embargo, en sus experimentaciones orientadas a crear su propio repertorio formal, supo mantener su independencia respecto a otros modelos,  no obstante haberse nutrido de ellos como parte del desarrollo y actualización de sus lenguajes. Lejos de establecer una relación mimética con los autores de su preferencia, de ellos aprendió que el procedimiento a seguir era el de la creación de un universo propio.

 

6

Se sabe que Sosa Bravo dejó de pintar en los setenta y no volvió a tomar el pincel hasta principios de los noventa;  un hecho que no puede ser ignorado, dadas las consecuencias que tuvo no sólo para su trayectoria, sino también para el arte cubano. En definitiva, fue su dedicación en ese lapso a la cerámica, lo que le imprimió  una dimensión hasta entonces no vista a esa manifestación en la historia del arte nacional, limitada por lo regular a la realización de platos y vasijas.

Resulta muy difícil explicar una decisión de esa naturaleza, sin tener en cuenta las circunstancias que desde el punto de vista social y personal  motivaron al artista a abandonar por tan largo espacio de tiempo la pintura, ámbito donde originalmente se expresó su vocación y su talento artístico; sobre todo si se tiene en cuenta que para fines de los años sesenta, como pintor tenía ya a su haber un  discurso visual con el que se le reconocía e identificaba. 

He escuchado no pocas veces manejar razones de índole personal para explicar esa decisión; como también atribuir la misma, a la falta de materiales que sobrevino a la crisis económica de los años setenta.

Es cierto que todavía en esa época sus condiciones de vida eran muy precarias. Temporada difícil cuando, junto a su madre, residía en un pequeño cuarto de Centro Habana  donde resultaba prácticamente imposible trabajar. Esa falta de espacio así como la necesidad de encontrar formas de supervivencia económica para el sostenimiento de la familia, quizás hayan sido los motivos que lo llevaron a frecuentar los talleres de gráfica y de cerámica, donde por entonces se ofrecían facilidades a los artistas para desarrollar su labor. 

Sin embargo, una renuncia como aquella no es posible sustentarla en razones de esa índole cuando, en definitiva, su vida había estado marcada por tantas carencias, no obstante las cuales había logrado encontrar su camino como artista. 

En todo caso,  hay que convenir en que Sosa Bravo no fue un caso aislado. No fueron pocos los pintores de su generación, adscritos como  él a  las distintas vertientes de la nueva figuración,  que dejaron de pintar y enfocaron su vocación hacia otras expresiones artísticas, en las que cada cual hizo importantes contribuciones al arte cubano. A decir verdad, no es posible explicarse el fenómeno sin hacer referencia a la coyuntura política del país, cuyos efectos sobre la cultura ha sido objeto de análisis  por muchos expertos y que en el ámbito de las artes plásticas dejó una huella imposible de ignorar.

Bastaría preguntarse  ¿Por qué Antonia dejó de pintar y se dedicó a promover el papier maché entre sus vecinos? ¿Por qué Umberto Peña se concentró en el diseño gráfico y se dedicó en el ínterin a crear sus famosos trapices?, para citar sólo algunos de los casos más conocidos.

Si se buscan las causas de dicha conducta, no difieren mucho de las que llevaron a Sosa Bravo a sustituir la pintura por la cerámica, amén de sus incursiones en el grabado y en otros soportes no tradicionales en los que dejó en el curso de esos veinte años, una obra de extraordinario vuelo. 

En otras oportunidades he aludido a que en Cuba, durante mucho tiempo, la cultura ha dependido de las relaciones de fuerza existentes entre la ortodoxia y la heterodoxia, entre lo que se ha dado en llamar, la línea dura y los liberales. Es sabido que hacia los primeros años del triunfo de la Revolución, el panorama cultural del país era muy diverso. 

Aún cuando podían existir divergencias de criterios entre los intelectuales y artistas como resultado de viejas pugnas entre ellos, prevalecía el deseo de darle continuidad histórica a la cultura cubana y de proyectarla teniendo en cuenta sus propias raíces y tradiciones.  Desde luego, por entonces los combates de ideas se hicieron muy frecuentes y existieron grandes polémicas, algunas de las cuales se dirimieron públicamente.  

Dentro de este contexto conviene reconocer que las instituciones creadas al calor del triunfo revolucionario en el primer lustro de los sesenta, abogaban por un arte comprometido, pero  estaban muy lejos de preconizar el  uso del realismo socialista como método. Un tema sobre el que pronto surgieron recelos entre los intelectuales,  no siempre infundados. Se sabía de la existencia de una tendencia dentro del Partido Socialista Popular reacia a la libertad de creación. Por entonces, algunos de sus miembros extendían su poder hacia el ámbito de la cultura y surgieron confrontaciones polares que dieron lugar a las famosas reuniones de Fidel con los intelectuales en 1961, donde afirmó que  la dirección del país no pretendía inmiscuirse en los lenguajes de preferencia de los artistas y que los problemas a debatir no tenían que ver “con la forma, sino con el contenido” de las obras.

Aunque después de esas afirmaciones,  el ambiente de confrontación se calmó por un tiempo,  el fantasma de la ortodoxia continuó rondando entre artistas e intelectuales, entre otras razones por el creciente protagonismo que los viejos comunistas seguían teniendo en diversas esferas del país. 

De todas maneras, dentro del clima de relativa liberalidad que por algunos años se expandió, las artes plásticas disfrutaron de  un particular relieve;  se multiplicaron las exposiciones, se otorgaron becas  y muchos artistas que años atrás no habían logrado desarrollar su carrera encontraron espacios adecuados para hacerse visibles.

No quiere esto decir que las contradicciones extendidas en el campo de la cultura dejaran de manifestarse en las artes plásticas; pero por mucho tiempo se ha querido reducir la problemática de esos tiempos en dicha esfera, a un combate contra la abstracción, cuando en rigor la polémica se circunscribía al fantasma del estalinismo que se temía podía ser implantado, ante la pretensión de algunos funcionarios de argumentar la idoneidad del realismo socialista como forma única de expresión de la sociedad cubana, ante una supuesta falta de compromiso histórico de la abstracción con la realidad.

A decir verdad, el interés de la mayoría de los artistas no pasaba por la defensa de la abstracción en sí misma,  la preocupación básica era justamente, la posible implantación ortodoxa del realismo socialista, por su negativa influencia sobre el proceso creativo en particular y en la cultura nacional en general.

De hecho, la crisis en el debate cultural de ese decenio no comenzó en la plástica sino en la literatura, porque se trataba de una discusión de ideas que se expresaban en términos directos, explícitos; un terreno donde justamente se reabrió el debate en 1968, a partir del conocido caso Padilla.

Conviene recordar que en 1967 la dirección del país había hecho un último intento por ratificar ante el mundo y ante los nacionales  la posición oficial del gobierno reafirmando que todas las formas de expresión tenían cabida dentro de la cultura. Fue entonces cuando se trajo a la Habana el Salón de Mayo y las artes plásticas se beneficiaron, por primera vez en el país, con un protagonismo nunca antes visto. Se le dio espacio y visibilidad a todas las tendencias, estilos y creaciones traídos por los franceses y se vivió un clima de notable liberalidad en el ámbito de las artes visuales. 

Por su parte, entre diciembre de 1967 y enero de 1968  tuvo lugar el célebre Congreso Cultural de la Habana que, aún cuando estuvo matizado por el caso Padilla, todavía contó con la asistencia de numerosas personalidades del mundo intelectual europeo y de otras latitudes que contribuyeron a airear el ambiente, algo que tampoco duró mucho tiempo. Entre 1968 y 1971, las discusiones de política cultural volvieron a ponerse al rojo vivo y los antagonismos se hicieron mayores en una contienda en la que venció la línea dura,  cuya expresión más lamentable fue el Congreso de Educación y Cultura que sobrevendría apenas dos años después de celebrarse el primero.

Se ha convertido ya en una retórica preguntarse ¿a dónde fue a parar en los años setenta, ese espíritu de diálogo, ese ambiente de polémica creadora que no obstante los avatares caracterizó la cultura en los años sesenta?

Se podría convenir en que la clave de todo ese proceso está en el año 1970, cuando la dirección del país se planteó si se podía tener un proyecto propio o no, ante la propuesta de muchos de seguir el modelo soviético. 

Es muy probable que el fracaso de la zafra de los diez millones frustrara  un proyecto de independencia económica cuyo diseño en los principios de la Revolución se basaba en la rápida industrialización y diversificación de la agricultura y que fue sustituido entonces por el de la intensa producción de azúcar que, como se sabe, resultó otro fracaso.

En resumidas cuentas, la frustración de todos esos proyectos dejó en manos de los pro soviéticos la conducción del gobierno que comenzó a adoptar algunos de sus métodos, sobre todo en el terreno de la economía y las estructuras políticas, permeando inevitablemente la actividad cultural y modificando sensiblemente las esferas simbólicas en que lo nacional se expresaba.

A partir de entonces los valores del dogmatismo subieron y las corrientes liberales se sumergieron; no pudieron ser barridas ni apagadas, pero sí, marginadas y silenciadas. 

Fue entonces cuando por motivos aparentemente diferentes, muchos de los nuevos figurativos, cuyas iconografías comenzaron a ser vistas con mucho recelo por las autoridades del momento, decidieron dejar el lienzo y buscar otros soportes y técnicas a través de los cuales desarrollar su expresión creadora. 

Dentro de este contexto no se puede ignorar que la escasez de materiales para pintar que sobrevino a la crisis económica de los setenta, ha sido también esgrimida como una de las causas por las que algunos artistas dejaron de pintar. Sin embargo, no fue una causal en sí misma porque todo el que quiso seguir pintando lo hizo, como Servando Cabrera que, a falta de lienzo, utilizaba sacos de harina como soporte.

De todos modos, no es este el espacio para analizar un tema tan complejo; sólo decir que nunca dejaremos de lamentar el silencio en el que se encerró Antonia Eiriz después de las críticas recibidas a su obra expuesta en el Salón 70.

No es tampoco este espacio el adecuado para profundizar en las más íntimas causas que motivaron a Sosa Bravo a dejar la pintura. Basta reconocer que esos veinte años de alejamiento de una de las principales manifestaciones de las bellas artes le sirvieron, entre otras cosas, para elevar una manifestación tan preterida como la cerámica al nivel de las consideradas tradicionalmente Bellas Artes. 

Los éxitos y el reconocimiento nacional e internacional que esta obra le proporcionaron,  deben haber retrasado la inevitable vuelta a sus orígenes. Pero como dice el refrán, la cabra siempre tira al monte. La crítica nacional había olvidado el carácter y la naturaleza de su obra pictórica cuando en 1992 sorprendió al medio artístico con su renovada incursión en la pintura que desde entonces retomó como forma de expresión dominante y el sitio donde se halla el germen de toda su obra.

 

7

Calificado como pintor, grabador, ceramista y dibujante, Alfredo Sosabravo es ante todo un creador, capaz de encontrar,  siempre que ha necesitado expresar una idea nueva, el vehículo más conveniente a su formulación visual. Conocedor de las particularidades de cada medio, ha sabido, como pocos, escoger la técnica y el soporte de los cuales servirse a la hora de abordar alguna de las problemáticas de su interés, ya sea a nivel formal o conceptual.

Esta manera de enfrentar el proceso artístico es lo que le ha permitido desarrollar una obra de notable pluralidad, nacida del descubrimiento que en el curso de su carrera ha hecho de los más diversos materiales y técnicas. En efecto, si algo distingue su poética es la fascinación  que le ha provocado el uso de tal cantidad de herramientas, empezando por sus primeras experiencias con el lienzo y el óleo hasta llegar al delirio del cristal, pasando por la apoteosis del barro y la delicadeza del papel; revelando siempre el encantamiento que el trabajo con tan distintos elementos le ha producido. 

Como hechizadas por ellos, sus figuras se han adaptado a la superficie y al volumen tanto, como al óleo, al barro o al cristal.  Sin embargo, a pesar de participar todas del embrujo emanado de los mismos, la multiplicidad de variantes a las que sus procedimientos han dado lugar, no ha impedido la formación de un estilo propio susceptible de ser identificado, no importa el instrumental utilizado para sustantivar sus propuestas. 

Incluso el ojo menos entrenado, es capaz de reconocer su autoría y descifrar los elementos que lo distinguen.  Porque no obstante su versatilidad, en toda su obra se advierten, a manera de constantes, los rasgos que lo individualizan y en los que se fundamenta esa originalidad tan destacada por los especialistas que, desde diferentes perspectivas, se han acercado a su trabajo intentando explicarse de donde provienen las características de su poética.  

Valdría la pena sólo añadir que la experiencia en el oficio, la interacción con las propuestas artísticas de otros colegas dentro y fuera del país, el contacto con otras culturas, la posibilidad de trabajar con recursos cada vez más sofisticados, las lecturas actualizadas, todo ello le ha permitido crear una morfología excepcional, cuya peculiaridad forma parte indisoluble de su sistema de representación.

De cualquier manera, a la hora de precisar los elementos que le confieren carácter e identidad a su labor, hay que empezar por reconocer que toda su obra parte de la obsesión por  entender la relación entre el hombre y la naturaleza. Una problemática en la que incluyó el tema de la tecnología, cuando en el diálogo mantenido con el entorno comprendió los efectos de su influencia sobre la vida en el planeta.

El enigma que para él ha representado la interacción entre esos tres componentes, junto al sistemático interés mantenido en su formulación, constituye uno de los rasgos distintivos de su personalidad como artista; y  justamente, en la manera de traducir visualmente esas preocupaciones, radica gran parte de esa originalidad que se le atribuye a su trabajo, cuya pluralidad formal y conceptual tiene mucho que ver con las perspectivas desde las que ha analizado esa compleja trama; por lo general, poniendo el énfasis en el aspecto humano, en alguna ocasión en lo social y no pocas veces desde el ángulo de la cultura, fundamentalmente en su dimensión popular. 

Ahora bien, en el proceso de conceptualizar esa problemática y darle forma a la misma Sosabravo apeló a su imaginación, el principal patrimonio que su infancia y el entorno donde creció, le concedieron. Acudió a aquellos animales que formaron parte del mundo de su niñez, aves, mariposas, peces, recreándolos o inspirándose en ellos para la elaboración de un imaginario que con el tiempo se fue alejando cada vez más de su punto de partida original para dar rienda suelta a su fantasía. Y paulatinamente comenzaron a surgir organismos en los que naturaleza, hombre y tecnología se confundieron para dar lugar a imágenes, a través de las cuales expresar su preocupación fundamental: la supervivencia de la especie humana y natural. 

De ahí, esas figuras enmarañadas unas en otras en composiciones cada vez más abigarradas, en las que  rastros de seres humanos, animales y vegetales, compiten con los tornillos, restos de maquinarias y toda una serie de elementos presentes de distinta forma en sus proyectos, unas veces sobre el papel y otras sobre el lienzo. Y de manera sorprendente en la obra volumétrica, ya sea en barro o en vidrio.  

El repertorio formal que lo identifica es pues el resultado de la recreación en su mente de ese imaginario extraído de la realidad, reelaborado y estimulado por las propuestas artísticas a las que eventualmente tuvo acceso, en su afán por estudiar y profundizar en el conocimiento del arte de su tiempo. Una manera de proceder en la que encuentra su explicación, esa singular iconografía a través de la cual ha sustantivado los conceptos e ideas que en el transcurso de los años han prevalecido en su trabajo.

Vale tener en cuenta que la pintura es su forma de expresión por antonomasia. Su práctica le permitió en su arranque como artista, adquirir un oficio y un dominio de la técnica insuperable, que traslada como aspiración permanente a todo proceso creativo en el que se involucra, lo que le ha permitido lograr esa perfecta terminación que caracteriza sus trabajos, en cualquiera de las manifestaciones en la cual se exprese.

No menos importante en el desarrollo de su propuesta pictórica ha sido la búsqueda de las texturas a la cual se asocia su obsesión por los misterios del color. A su domino le ha dedicado gran parte de su carrera, en un recorrido que se extiende desde sus iniciales experiencias con la pintura hasta la explosión cromática de los cristales, pasando por el esmaltado del barro.

En sus lienzos,  las imágenes se fueron complicando y sus composiciones, cada vez más abigarradas, se fueron plagando de elementos naturales y de la vida cotidiana que junto a la presencia eventual de frases y palabras conforman el repertorio formal que lo identifica. En su estructuración ha reconocido siempre la utilización, a su modo, del modelo del pop norteamericano tan cercano a su experiencia con los comics y las historietas frecuentes en sus lecturas infantiles.  

En lo que al grabado se refiere, sus primeros acercamientos tienen mucho que ver, con el ambiente que rodeó la práctica de dicha manifestación en la región y en Cuba en los años sesenta. Conviene recordar que esta década fue de una extraordinaria creatividad dentro del grabado latinoamericano, que en términos generales se caracterizó por mantener en todas sus modalidades, su tradicional relación con la temática social.

Es preciso destacar que fue en el grabado donde en su caso, primero encontró espacio la perspectiva social, alejado de la antigua retórica del realismo y el naturalismo. Sin embargo, hay que tener en cuenta que para Sosabravo la temática social nunca se convirtió en un motivo absoluto de su creación. De hecho, sus inquietudes dentro de ese ámbito se han centrado en aquellas problemáticas de índole universal y existencial devenidas motivo de interés permanente en él, como artista y como ser humano. 

Dentro de ese contexto conviene señalar que por muy serias que sean sus preocupaciones, el tono con el que observa la realidad, nunca ha llegado a ser apocalíptico. Siempre se reservó, como bien ha dicho, “una distancia metafórica, como es propio del arte”, cualquiera que haya sido su registro; “apelando al humor” como un recurso que lo ha salvado “de ese anclaje con lo pedestre” que ha querido evitar toda la vida. 

En todo caso, su perspectiva de análisis siempre ha estado matizada por una fe en el destino del hombre y en sus conquistas, así como en el poder incontrastable de la naturaleza. Es esa visión del mundo cargada de optimismo,  lo que ha hecho que incluso los seres fantásticos a los que apela para desarrollar sus ideas, no se aferren a un ideario vinculado a la  destrucción ni a ese dramatismo devastador común en otros figurativos.  En la práctica, su fino sentido del humor lo ha protegido de la carga negativa que algunos problemas tratados por él reflejan. 

Lo mismo ocurrió con la cerámica cuyo sistema de señales, partiendo del mismo principio, adquirió un registro visual excepcionalmente novedoso, aprovechándose de las peculiaridades ofrecidas por el material y la técnica, propios de la manifestación. 

En resumidas cuentas, la posibilidad de dar volumen a los organismos creados por su imaginación, le permitió aumentar el universo visual dentro del cual ha girado siempre su figuración, combinando entonces las imágenes inspiradas en la naturaleza y el hombre, con las vinculadas al mundo científico y tecnológico. 

Desde luego que la tercera dimensión, el esmalte, el color, permitieron que sus íconos se salieran del lienzo y el papel, y adquirieran una nueva dimensión en el espacio. En el vidrio, la peculiaridad de sus materiales y de los colores, no podía llevar a otra cosa que no fuera la búsqueda de la belleza. Con fórmulas compositivas cada vez más elaboradas, sumando elementos a su código referativo, Sosabravo ha sido capaz de elaborar una poética que no se asemeja a ninguna otra, ni dentro ni fuera del país. 

Como muchos de sus estudiosos han advertido, su poética ha girado en torno a una cosmogonía inspirada en la relación que desde su infancia y hasta el día de hoy, ha mantenido con la naturaleza; sirviéndose de ella para la construcción de ese mundo suyo en el que el hombre es capaz de convivir con los animales y plantas que habitan el universo, e incluso con lo bueno y lo malo aportado por la ciencia y la tecnología. 

Es cierto que con el tiempo, su lenguaje se ha enriquecido. Pero ha sido gracias a su permanente interacción con el medio que le rodea, natural, social y espiritual, que Sosabravo nunca se ha apartado de su camino, fiel a su ideario artístico y centrado en la formulación cada vez más rica del mismo.

Sus propuestas igualmente se han multiplicado. Sin embargo, hay cosas en su proyección como creador que no han variado. Una de ellas es su coherencia. Cualidad que en última instancia proviene, de esa firmeza con que ha sabido mantenerse dentro de sus creencias, forma de vida y principios éticos y estéticos.

Muchas han sido sus influencias, muchos los estímulos visuales, pero en ningún caso, su admiración por las propuestas de sus colegas nacionales o internacionales, han dejado una huella directa en sus trabajos. Perteneciente a esa generación que en el mundo reaccionó contra el predominio de la abstracción en la pintura, Sosabravo, por derecho propio, merece ser considerado uno de los más genuinos representantes de ese movimiento a nivel internacional. 

Le asiste toda la razón cuando afirma: “Soy feliz y tengo motivos, he llegado a esta edad haciendo arte. Al cabo del tiempo sé lo que hago, adónde quiero llegar dentro de mi trabajo… Aspiro a ser artista siempre.” 

Enhorabuena, mi querido amigo.

 

Llilian Llanes

La Habana, 17 de enero de 2015

 

 

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