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El alma encantada en su casa posmoderna

Título: 
El alma encantada en su casa posmoderna
Fecha: 
1996

Junio de 1996
Por: Rufo Caballero
       Pudiera hablarse de coherencia, mas yo preferiría hablar de consecuencia. En efecto, el portentoso retorno del maestro Alfredo Sosabravo al reino de la pintura (quizás pocos recuerden que nuestro primer ceramista fue antes un pintor singular) participa de un modo orgánico en el predominio de la nueva sensibilidad pictórica que regenta la producción plástica de los años noventa, y lo hace aduciendo un regusto similar por la bondad de la forma y el oasis del oficio que no deja de suscribir un cierto hedonismo irónico restituyente del paradigma estético en la cultura plástica de estos días. 
     Ahora bien, a diferencia del protagonismo táctico que tal restitución reviste en no pocos artistas jóvenes entregados a un escarceo cómplice con las demandas de un mercado ya exhausto de arte efímero y de construcciones ultravanguardistas, la pintura pulcra y noble de Sosabravo –ciertamente no exenta de una sutil ironía en su caso de humor blanco- responde al diseño interior y atávico de una poética que ha permanecido ajena a modas y vaivenes, aunque se haya enriquecido de cuanto modo de hacer contemporáneo le aportase a su tesitura. Por eso prefiero hablar de consecuencia.
Porque incluso en los momentos más airados de la cresta de la ola vanguardista, cuando los cabecillas de grupo se pavoneaban de sus desafíos deconstructivos, Alfredo Sosabravo, imperturbable, jamás ocultó su condición esteticista. Los años y la calma de la marea han venido entonces a conceder una definitiva y trascendente carta de legitimidad a su sosiego creativo que había madurado mucho antes. Mientras no pocos de sus colegas y discípulos virtuales blandían lanzas en virtud de tópicos políticos y vindicaciones tan justas como circunstanciales, el maestro se fue concentrando en el alcance genérico y universal de su obra, que ha gravitado desde siempre alrededor de dos centros temáticos substanciales: la naturaleza y la preservación de su pureza, y la condición humana en sus disímiles contradicciones e intersticios. Hurgando con sabiduría en ambos cosmos, Sosabravo ha ido desplazando aquellas pretensiones iniciales de remodelar a la cubana el “arte bruto” hasta las actuales epifanías colorísticas de una pintura cuyo primer atributo es definitivamente la nobleza, como si sus autor hubiera  comprendido con los años y el remanso que nada hay más importante en este mundo que alegrarle la vida a la gente, toda vez que hace mucho, mucho tiempo que la realidad se ocupa de lo contrario.
No es un arte complaciente; es un arte edificante con la autenticidad de proclamar a los cuatro vientos que a pesar de todo la vida es bella y es buena. Nobleza de espíritu que nos hacía falta, francamente. Entre tanto enarbolamiento destructor, dada la furia de los elementos, Sosabravo ha sido siempre nuestro bálsamo de pureza, de alivio y resurrección. Alguien lo comparó recientemente con otro inmenso pintor nuestro, al llamarle “el Portocarrero de los noventa”, y es obvio que la relación trasciende el barroquismo o la algarabía de color para focalizarse en un sentido más interior de la naturaleza misma de la creación, allí donde ambos maestros gestaron un repertorio de motivos que fundaban valores, construían paradigmas, redimían al ser con la ilusión de la belleza y la tierra prometida de lo sublime lúdico. Y claro el componente de juego porque consustancial a la voluntad nada sacra de Sosabravo quien para estetizar la realidad no ha tenido que canonizar demasiado la virtud de la hermosura.
Hay una frase suya que a mi juicio compendia todo su trabajo, aquella que confiesa como “mi alma sigue siendo romántica”, incluso con reminiscencias del noveau, pero es un alma que quisiera habitar una casa sicodélica, o por lo menos “aerodinámica”. Esto es que la ambición de pulcridad y formalización no ha reñido jamás con el riesgo estético, con la dinámica de contínuos cambios, con las sutiles mutaciones que en su obra pendulan de la cerámica a la pintura, o de la pintura a la gráfica. Su identidad como autor se robustece mediante una interiorización suficientemente orgánica de las fuentes, tras las cuales emerge siempre un conjunto de signos que hablan de la integridad de una poética con la independencia de los tiempos y soportes; ahí están las crípticas flechas y líneas discontinuas, la fuerza inamovible del contorno negro, la pensada aleatoriedad del color, o la arbitraria y dislocadora ruptura de sistema que de momento desestabiliza – y enriquece- un diseño a partir de la tensión que surge entre la pugna del volumen que resulta de la inocultable experiencia cerámica y la secular superficie planimétrica con cuyas superposiciones de planos y textos varios estructurando la composición, el maestro ha gustado de rendir sentidos homenajes a sus otras devociones: la estética del comic y la fascinación del cine como relator de emocionantes historias
De un modo remoto pero enjundioso algunas piezas de Sosabravo se inspiran en películas y personajes fílmicos: antaño De repente en el verano o Dulce pájaro de la juventud fueron las motivaciones, hoy renovada por la contagiosa iconoclasia de Almodóvar o, ya en su espíritu más retro, la mona de Tarzán como gran dama del cine. Este tratamiento a medio camino entre la parodia y el homenaje íntimo alcanza especial relieve en el cuadro dedicado al maldito manchego cuyas delirantes comedias como Mujeres al borde de un ataque de nervios y Kika han estimulado el humor sano y sabroso del maestro.
Si en el instante de la génesis podíamos precisar la empatía de Sosabravo con quehaceres como el de Acosta León o Dubuffet, ya hoy resulta no solo improbable sino ridículo el intentar etiquetarlo de algún modo. Ya es irreductible e irremplazable como todo gran artista y su mundo de referencias comienza a ser su propio cosmos de emociones y figuraciones, tan lunáticas como inocentes. Nada de soso y mucho de bravo sigue siendo este Sosabravo del rigor y la bondad para fortuna de nuestras almas posmodernas no precisamente encantadas como la de él. Entonces habría que decirle apenas: salud, salud maestro, que belleza ¿sobra?

 

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