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Giovanni Battista Salvi. Llamado Sassoferrato (Ancona, La Virgen y el Niño
Llamado Sassoferrato, Giovanni Battista Salvi nació en Ancona, Las Marcas, el 25 de agosto de 1609. De su padre, Tarquinio Salvi, recibiría la preparación inicial, sin embargo, una formación entre artistas dueños de talleres activos la inicia de la mano de Domenicho Zampieri, Il Domenichino, en cuyo círculo romano Salvi entró en contacto con el Barroco clasicista. Le debe influencias a Il Guercino y también a Guido Reni, uno de los mayores seguidores del clasicismo boloñés instaurado por los Carracci a través de la Academia de los Encaminados. Y si bien predomina en su estética una paleta de colores asentada por la tradición, cuya intensidad recuerda las terracotas policromadas de los Della Robbia, y sus modelos gozan de elegancia, serenidad y la noción de lo perenne, el artista anconetano incorpora también, de forma peculiar, algunos elementos procedentes del tenebrismo caravaggista que coadyuvaron a asentar su recurrente programa iconográfico: la forma rotunda de plantear los volúmenes, bien modelados; los fondos neutros, frecuentemente oscuros, de los que emergen las figuras, y con ellas el relato pictórico, los que son resaltados por una luz dirigida.
Del monasterio de San Pietro de Perugia, y a través de los monjes benedictinos, Sassoferrato recibió numerosos encargos a partir de 1630, dándoles cumplimiento desde el estilo de dos de sus más admirados artistas: Il Perugino y Rafael Sanzio. Nuevas comitencias llegarían desde Florencia y Boloña, ciudades a las que se trasladó para cumplimentarlas, pero fue en Roma donde se estableció definitivamente, en 1641, animado por el éxito de su trabajo. A partir de 1657 pudo ocupar una casa grande, junto a su abundante familia, no solo para darle acogida a su prolífica descendencia sino también para instalar su propio taller, en el cual acogió a numerosos aprendices.
Sassoferrato incursionó en el género del retrato gracias a sustanciosas comitencias recibidas, fundamentalmente, de integrantes de la curia romana en su más alto nivel. No obstante, fue en la pintura religiosa donde llegó a crear, lo que hoy pudiera denominarse su propia ‘marca’, algo que algunos autores llaman ‘Sassoferrato methodus’, cuyo eje suele ser la Virgen María, la madonna siempre estable, hermosa, maternal, bien en atmósfera de recogimiento o bien mirando directamente al espectador y conminándolo a la introspección y a la oración. Esta fórmula compositiva de gran éxito comercial lo condujo a realizar varias copias de obras de Domenichino y de Rafael al considerar paradigmáticas sus iconografías. Tales formulaciones, por demás, resultaban favorablemente soportadas por el impulso contrarreformista del Concilio de Trento, impulsor de ejecuciones donde se destaca la virtud de las imágenes sagradas.
El Museo Nacional de Bellas Artes, en su Sala Permanente de Arte Italiano expone, de este autor, la obra La Virgen y el Niño. La pintura responde a su modus compositivo, pues se trata de un conjunto armonioso, intimista, formalmente estable, que anima a su observación. Los volúmenes han sido modelados con solidez, el colorido es intenso y de sofisticada aplicación. La mater amorosa sostiene al Niño en brazos, mientras este acerca a su pecho, con su mano izquierda, una rosa, que la simboliza. Salvi hizo de esta flor uno de sus sellos distintivos e incluirla en sus obras devocionales replicaba a la Virgen en su función de tolerancia, amor y belleza.
Esta pareja divina encuentra anclajes en la estética de dos grandes maestros: Alberto Durero y Guido Reni. De Durero, Sassoferrato asume la composición general, con las figuras ligeramente ladeadas hacia nuestra izquierda. La madonna tiene los ojos entornados y observa dulcemente a su hijo, mientras lo sostiene, paño mediante. El Niño no está sentado como ocurre en muchas de sus piezas, sino recostado, se apoya en su codo derecho y mantiene erguida su cabeza, expectante de quien llegue en la búsqueda de su grandeza. Incluso, el artista italiano, siguiendo al alemán, repite en el vestido de la Virgen, el cuello en corte recto que intensifica la noción de estabilidad de la imagen; y el tratamiento pictórico del cabello, con unos mechones que escapan a ambos lados del cuello, como pintados con pinceles sumamente finos, que aportan un dibujo grácil, de aliento renacentista idealizado. Mientras, de Reni asume una hermosa morbidez que acerca esta iconografía a los cánones representacionales propios del gusto italiano, la cual hizo extensiva a la tipología de virgen orante, que parece desprenderse de este patrón compositivo y estilístico.
La pieza fue transferida a la institución en 1962, procedente de la colección privada de Pablo Mendoza.
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