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Goya a 275 años de su nacimiento

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Goya a 275 años de su nacimiento

En una carta dirigida a su amigo Martín Zapater, en 1788, Goya comentaba sus trabajos preparatorios para la realización de un tapiz que decoraría el dormitorio de las infantas en el palacio del Pardo: “…ni duermo ni sosiego hasta salir del asumpto…(sic)”. Se trataba de “…la Pradera de San Ysidro, en el mismo día del Santo con todo el bullicio que en esta corte, acostumbra haver… (sic)”, uno de los bocetos más espléndidos creados por el pintor para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara. El mismo tema sería tratado nuevamente por el pintor unos treinta años después, dentro de la estética propia de sus Pinturas Negras. La pradera de San Isidro forma parte de una serie que nunca llegó a tejerse; pues la muerte del monarca Carlos III, a fines de ese mismo año, conllevó la salida de la familia real del palacio del Pardo. En este boceto, el pintor se sitúa en una pequeña elevación del terreno que permite apreciar sucesivamente la pradera, el río Manzanares y, más allá, el perfil de la ciudad de Madrid. El espectáculo de la romería, dispuesto en forma de abanico, está formado por una infinidad de grupos y carruajes que se concatenan entre sí, cubriendo armoniosamente la pradera.

Goya había sido llamado a Madrid en 1775, para pintar para la fábrica de tapices, a raíz de la renovación conseguida por el pintor bohemio Rafael Mengs, quien aconsejó al rey sustituir los viejos temas flamencos por asuntos más actuales y pintorescos. Fue esto lo que permitió a Goya desarrollar asuntos de su propia invención, llenos de vitalidad, que luego serían convertidos en tapices. Con La pradera de San Isidro, en cierto modo, culmina un aspecto de la producción de Goya que lo ha hecho famoso para el gran público; pues estas obras rebosan optimismo y gracia, conseguidos a partir de una ingeniosa selección de los temas resueltos en hermosas y coloridas composiciones.

Su formación había comenzado en la ciudad de Zaragoza, cuando contaba con trece años de edad; aunque había nacido, como se sabe, en Fuendetodos, un pequeño poblado cercano a la capital aragonesa, el 30 de marzo de 1746. En la Academia de Dibujo de Zaragoza, recibió las enseñanzas de José Luzán (1710-1785), pintor local formado en Nápoles, que debió pasarle su filiación al clasicismo barroco a la manera de Carlo Maratta, así como las modificaciones formales y coloristas del rococó a la manera de Corrado Giaquinto. Fue con Luzán, sin dudas, que Goya sentó las bases de su dibujo estructural, que le permitió ser tan expresivo, a pesar de sus incorrecciones. Tras cuatro años de estudio en Zaragoza, continuó formándose en Madrid, en 1763, con Francisco Bayeu, quien auxiliaba a Rafael Mengs en algunas decoraciones al fresco. En Madrid, Goya conoció a Mengs y a Giambatista Tiepolo, dos polos de influencia en la pintura: clasicista el primero y tardobarroco el segundo. En 1770 Goya realizó un viaje a Italia que le permitió conocer de primera mano los modelos escultóricos de la antigüedad clásica, y la pintura renacentista y barroca. Entonces, recibió el encargo para pintar la bóveda del coreto de la Basílica del Pilar, en Zaragoza, y, al año siguiente, el ciclo decorativo Vida de la Virgen en los muros de la iglesia de la cartuja de Aula Dei, cerca de la ciudad. Sus grandes decoraciones en Zaragoza se completan con los frescos para la cúpula Regina Martirum de la Basílica del Pilar, posteriormente, en 1781.

No obstante, entre la decoración de Aula Dei y la de la cúpula del Pilar, Goya fue contratado por recomendación de Mengs como cartonista de la Real Fábrica. Estos años trabajando para la nobleza y la Corte le dan a Goya la posibilidad de relacionarse muy bien, no solo con la aristocracia, sino también con figuras del ámbito intelectual como los ilustrados Gaspar Melchor de Jovellanos y Ceán Bermúdez. La realización de algunos retratos –como los de El Conde Floridablanca (1783), La familia del infante don Luis (1784), Los duques de Osuna y sus hijos (1788)– lo convierten en un afamado retratista. En 1786, había sido nombrado Pintor del Rey Carlos III y, en 1788, Carlos IV lo hace Pintor de Cámara; mientras que, en 1780, la Real Academia de San Fernando ya lo había elegido como miembro, a los 44 años de edad. Cuando Goya pinta su boceto La pradera de San Isidro podría decirse que había alcanzado un punto muy alto en su estima como pintor. Una línea ascendente de marcha sostenida lo había conducido a un plano de preferencias, y su obra mostraba el optimismo y la madurez de un talento pleno. Ese mismo año de 1788, Goya recibió el encargo para pintar dos cuadros relacionados con la vida de San Francisco de Borja para la capilla de la familia de los duques de Gandía en la Catedral de Valencia. El primero de ellos representa el momento en que el futuro santo se despide de su familia para internarse en un monasterio; mientras que el segundo, titulado San Francisco de Borja y el moribundo impenitente, representa un milagro de conversión adjudicado a Francisco de Borja, en el que se aprecian con evidencia rasgos que comenzarán a aparecer cada vez con más fuerza en la obra del pintor.

Los primeros pasos de Goya en la pintura corresponden al tema religioso. Sus primeras obras conocidas son Tobías y el Ángel (1762), copia de un maestro italiano, y una apoteosis de la Virgen del Pilar (1763) que decoraba el relicario de la iglesia de Fuendetodos. Son conocidas sus decoraciones para el Pilar y Aula Dei, así como su cuadro La predicación de San Bernardino de Siena, para la iglesia de San Francisco el Grande, de Madrid. En todas ellas está presente de algún modo ese barroquismo exaltado que las acerca al espectáculo. De 1780 son el Cristo crucificado, pintado por Goya para acceder a la condición de académico, y La Sagrada Familia, obras en que se aprecia al menos una frialdad más propia de los presupuestos estéticos del momento. Otras obras religiosas de este período son La anunciación (1785) y el conjunto del monasterio de las cistercienses recoletas de Valladolid, El tránsito de San José, Santa Ludgarda y San Bernardo curando a un tullido (1787), grupo de gran sobriedad cuyo racionalismo encaja fácilmente en los principios neoclásicos.

Sin embargo, San Francisco de Borja y el moribundo impenitente es un cuadro religioso diferente, que conjuga un tema trascendente y elevado –como es el milagro de la conversión– con las profundidades oscuras del hombre y la presencia de las fuerzas negativas. Esta pintura se aparta tanto de las composiciones religiosas a la manera ampulosa del rococó, como de la serena frialdad de las telas de los años ochenta. El cuadro ha sido reconocido como el primero en la producción de Goya en que aparecen figuras monstruosas encarnando fuerzas del mal. Quizás lo más novedoso en él sea la manera expresionista con que ha sido tratado el cuerpo del moribundo; quien, sin perder su humanidad, manifiesta con deformaciones externas un mundo interior alterado. La atmósfera general de la obra es tensa, sobrecogedora y deja en quien la observa una sensación inquietante. En el año 1788, con La pradera de San Isidro, Goya marca un punto culminante en su pintura amable y optimista, y abre, con San Francisco de Borja y el moribundo impenitente, una zambullida en el subconsciente del hombre que lo llevará a hallazgos estéticos verdaderamente trascendentes.

La llegada al trono del primer rey Borbón, Felipe V (1701), señaló el fin del glorioso protagonismo europeo de España, logrado durante la dinastía de los Austria. El nuevo rey, educado en Francia, y su sucesor, Fernando VI, introdujeron las ideas del racionalismo y el gusto por un arte frío y calculado que halló poca resistencia en la Península. La presencia en España de pintores franceses e italianos, y la creación de la Academia de Nobles Artes de San Fernando (1752), de carácter normativo, contribuyeron a actualizar a los pintores españoles en las corrientes europeas. Tras subir al trono en 1759, Carlos III hizo venir a los italianos Corrado Guiacquinto y Giambatista Tiepolo –de tendencia tardobarroca–, y a Rafael Mengs, el pintor filósofo, quien desde de su posición de teórico y Pintor de Cámara del rey, logró imponer la estética neoclásica hasta entrado el siguiente siglo.

La producción de Goya hasta 1780 se inscribe dentro de estas corrientes predominantes. La originalidad de su pintura de este período se asocia a las cualidades de su técnica puestas al servicio de una inteligente observación de la naturaleza y de la vida. Su fecunda imaginación le permitió crear escenas y situaciones novedosas, resueltas con un profundo conocimiento de la composición clásica y un gran respeto por la veracidad. Sin embargo, el año 1794 marca un giro en la concepción de su arte, que abrió caminos a al pintura moderna. Dos años antes, el pintor se había retirado a Andalucía esquivando el caldeado ambiente político de Madrid. Fue allí que sufrió una grave enfermedad que lo dejaría sordo y que sin dudas afectó seriamente su carácter y su ya trabajosa relación con el mundo. Para muchos, esta especie de incomunicación con el exterior explica la marcada tendencia de su obra posterior hacia las situaciones y los temas dramáticos, violentos y sórdidos. Tal observación parece quedarse en la superficie del asunto, pues de lo que se trata es de un cambio de orientación que atañe al arte y al artista mismos, en sentido general.

Ese año de 1794, al regresar de su retiro andaluz, Goya presentó a la consideración de la Academia once pequeños cuadros pintados sobre hojalata según él “…para ocupar la imaginación mortificada en la consideración de mis males…”. Seis de estos cuadros tratan el tema de los toros, mientras el séptimo es una alegoría satírica. El resto está sacudido en mayor o menor medida por la violencia: un incendio, un naufragio y una escena de prisión, a los que debe añadirse el denominado Corral de locos, en que aún trabajaba cuando hizo su envío a la Academia. Estas obras tienen una atmósfera de tensión remarcada por el uso de una luz irreal y sobrecogedora que matiza los colores hacia una clave siena. Sobre todo en las últimas, el enfrentamiento del hombre con situaciones límites comunica una sensación profundamente conmovedora, que va más allá de la anécdota externa y penetra en la experiencia existencial humana, un camino anunciado seis años antes en su cuadro San Francisco de Borja y el moribundo impenitente.

Entre 1794 y 1799, Goya realizó algunas alegorías, cuadros de brujería y de violencia, marcados por ese mismo interés de expresar una realidad más allá de lo aparencial. A estos años corresponde su célebre serie calcográfica Los Caprichos, que ha sido interpretada principalmente en atención a la crítica social que contiene, pero que responde a una misma preocupación artística. Obras como El prendimiento, de la Catedral de Toledo, y los frescos de San Antonio de la Florida (1798) contienen ya inevitablemente ese misterio estremecedor, propio del que ve más allá de lo inmediato, aún cuando acudan a temas fijados por la tradición. Entre 1800 y 1808 han sido fechados los dos pequeños cuadros de caníbales del Museo de Besançon, vinculados a Los desastres de la guerra (1810), por su grotesca figuración y la violencia del hombre contra sí mismo. Y a estos años corresponde también El Tres de Mayo, de crudeza similar. Entre las hojalatas de la Academia y estos últimos cuadros, la pintura de Goya sufre una radicalización estética y conceptual que lo aparta completamente de lo común de su época. Las formas representativas a que acude no aportan nada: en realidad han sido tomadas del caudal iconográfico y temático de la pintura anterior. Se trata del cambio de óptica con que el artista enfrenta el arte, incluida su realización, movido por el presagio quizás de los cambios históricos y también indudablemente por una experiencia singular de vida que su sensibilidad genial pudo registrar y luego traducir para el resto de los hombres. Lo que comienza siendo un descubrimiento en 1794, que le lleva a observar críticamente su entorno humano, se convierte en compasión asombrada con las obras de la guerra, y terminará siendo un grito años después.

Aun cuando el pintor nunca llegó a desprenderse totalmente de la cuidada formación técnica que recibió, su obra de este período muestra una extraordinaria libertad expresiva. El uso de abundantes y delgadas capas de pintura que confieren profundidad y riqueza a los colores, se combina con trazos rápidos, finos delineados en negro y atinados toque de luz. Las deformaciones, hechas sobre la base de un conocimiento a fondo de las estructuras y la anatomía, alcanzan en estas obras una gran belleza plástica que convierten a Goya en un manipulador de la estética de lo horrible. Sus bocetos sobre todo –hechos naturalmente con mayor libertad– son de una modernidad asombrosa por el modo en que sobrepasan, resolviéndolas, las normas representativas del arte tradicional.

En el año 1819, Goya adquirió una casa en las afueras de Madrid adonde cambió su residencia. En las paredes de este refugio, popularmente denominado como la Quinta del Sordo, pintó sus obras más enigmáticas y también más modernas. Ese conjunto, conocido como las Pinturas Negras –que fue trasladado a soporte textil y se exhibe en el Museo del Prado–, fue creado por Goya sin otra finalidad más que la de expresarse. Su discurso es, pues, la proyección de su mundo interno, manifestado en conceptos estéticos genuinamente creativos e individuales, hecho artístico que lo singulariza en su contexto como un precursor.

En 1824, Goya solicitó autorización real para marchar a Burdeos, donde viviría un autoexilio hasta su muerte, ocurrida en 1828. Estos años de su producción, aunque a modo de epílogo, corresponden también a su maduración artística anterior. La vitalidad consciente de sus pinturas y la carga dramática de sus miniaturas y litografías realizadas en Francia, dan fe de ello. Pero indudablemente el punto culminante de esa estética se da en las Pinturas Negras.

A la conmoción que debió representar para el pintor la grave enfermedad sufrida en 1793, que le facilitó la producción de una obra crítica y de dolorosa compasión; debe sumarse, en los primeros años del nuevo siglo, la excepcional situación de su país. Fue Goya un simpatizante de las ideas francesas por lo que en ellas había de progresista. Sin embargo, la invasión napoleónica mostró que los que aparentemente pretendían la transformación salvadora de España, la aplastaron y saquearon para luego dejarla en manos de un rey déspota.

Goya se había visto obligado a pintar para José Bonaparte durante la ocupación, seguramente en medio de una situación muy confusa. Y parece probable que luego haya producido una obra en cierto modo panfletaria como El Dos de Mayo de 1808 en Madrid (1814) por temor a la represión fernandina contra los afrancesados. Esta escisión en el artista, que lo convierte en un peligroso comprometido, y la decepción sufrida, se expresan en su arte con una fuerza muy moderna. Es por eso que Los desastres de la guerra, obras nacidas de su reacción personal, son una expresión más universal y auténtica, porque no militan en ningún bando político, sino en el humano. Esos grabados y El coloso (1812) son expresiones de quien ha experimentado el horror con mucha fuerza. Así, la crítica y el asombro ante los valores perdidos, son también el reflejo de la crisis histórica que comenzaba, vivida desde una profunda crisis personal, y el anuncio del drama moderno. En las Pinturas Negras este drama está expresado con poderosa energía. Obras como Asmodea y Saturno son misteriosos presagios que prefiguran el surrealismo, no solo por el abandono del racionalismo dieciochesco a favor de la sicología, sino también por sustituir la fantasía por visiones de conceptos. Pero quizás sea en El perro donde el pintor haya ido más lejos en su estética a través de una síntesis precursora de la pintura pura. La anécdota casi no existe, sin embargo de la tela emana una proposición profunda. Es la pintura, aprovechada en sus máximas posibilidades de composición, color y texturas, la que deja esa sensación de desamparada soledad, ese grito silencioso que no hallará paralelo en el arte hasta el siglo XX.

Entre las Pinturas Negras se encuentra una titulada La romería de San Isidro, que retorna al motivo externo del boceto de 1788 La pradera de San Isidro. El pintor que representó la fiesta del santo “…con todo el bullicio que en esta corte, acostumbra haver…(sic)” para el dormitorio de las infantas, ha desechado la idílica alegría, la gracia y brillante colorido de su época de cartonista, para mirar por debajo de las vistosas telas y las tersas pieles, lo siniestro que también hay en el hombre. Un enfrentamiento entre estas dos obras bastaría para reconocer el camino recorrido por el pintor y la grandeza de su arte como expresión del conocimiento humano.

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Autorretrato. 1815 Óleo sobre tela; 45,8 x 35,6 cm Colección Museo Nacional Del Prado