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A propósito de la exposición virtual Paletas pintadas. Pintura española del Museo de La Habana (1909-1916)

Título: 
A propósito de la exposición virtual Paletas pintadas. Pintura española del Museo de La Habana (1909-1916)
Fecha: 
2021

Entre 1897 y 1913, tuvieron lugar veinticuatro exposiciones-venta de arte español en la ciudad de Buenos Aires, que marcaron un proceso cultural importante para España e Hispanoamérica. Estas muestras, conocidas como los Salones Artal, permitieron la circulación de la pintura española en el Nuevo Continente, abriendo un mercado para los artistas activos y un canal de actualización entre ambas latitudes. Ese encuentro facilitó la afirmación de rasgos comunes, más allá del arte, en el contexto del nuevo siglo. El organizador de esos salones fue José Artal, un catalán amante del arte, asentado en Argentina unos años atrás.

José Artal Mayoral había nacido en la ciudad de Tarragona en 1862 y había estudiado contabilidad en Barcelona. Más tarde emigró a América, a la ciudad de Montevideo, quizás a causa de su matrimonio en 1886 con Carmen Odena, una joven hija de españoles que radicaban en aquella ciudad, a quien había conocido en Barcelona. Su primer trabajo en América parece haber sido como redactor del diario El Busilis, de Montevideo, aunque más tarde comenzó una carrera como banquero y hombre de negocios. Según Florencio de Santa-Ana, Artal debió iniciar su interés por el arte a partir de la relación con sus suegros, quienes poseían una colección de pintura.[1] Tras una estancia de pocos años en España, regresó a América y esta vez se instaló en Buenos Aires, donde trabajó igualmente ligado a la banca y el comercio. Sin embargo, en 1896 comenzó a publicar una colección de pequeños ensayos dedicados a pintores españoles contemporáneos –titulada Cuadernos de Arte Moderno– que le conduciría al empeño que le haría trascender: difundir la pintura española en Buenos Aires a partir de exposiciones-venta.

 La labor realizada por Artal durante esos años fue rememorada durante la década de 1990, casi cien años después, a través de dos exposiciones presentadas en Argentina y España. La primera de ellas, con el título Otros emigrantes, fue presentada entre 1992 y 1994. Contó con 63 obras extraídas de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y tuvo como comisarios a Ramón García Rama y José Manuel Valdovinos. La nómina de los autores, que comienza con Vicente López y termina con Iturrino y los Zubiaurre, cubre todo el siglo XIX hasta bien entrado el XX. La segunda muestra ocurrió entre 1995 y 1996 y se tituló Los Salones Artal. Su comisario fue Florencio de Santa-Ana, quien seleccionó 65 obras a partir de las colecciones de varios museos españoles, creadas por pintores que habían sido promovidos por Artal y que participaron de alguna manera de la estética del cambio de siglo. Ambas exposiciones lograron ilustrar lo que debió ver el público bonaerense que asistió a los salones de José Artal, aún cuando en muchos casos no se tratara de las mismas obras que allí estuvieron. Por otra parte, consiguieron revelar la importancia que el acontecimiento tuvo en la dirección España-Argentina.

El fenómeno Artal se inserta en un proceso, casi tan antiguo como el arte mismo, referido a la movilidad de los estilos, las técnicas y las obras de arte. El establecimiento de patrones estilísticos y técnicas de ejecución en algún conglomerado humano, ha sido históricamente el punto de partida para las influencias sobre otros grupos. El surgimiento de los llamados estilos históricos europeos, ya desde la Edad Media, estuvo propiciado por la movilidad de los artistas de unos reinos a otros y los consiguientes intercambios entre ellos. Más modernamente, los monarcas y nobles adquirían obras fuera de sus dominios, en centros de producción ya prestigiados, con el fin de enriquecer sus colecciones. De esa forma, lograban traspasar las fronteras de su gestación no solo los rasgos propios de alguna escuela o los de algún momento específico, sino también la manera individual de ciertos artistas.

En el caso particular de España, puede decirse que hasta el siglo XVIII fue principalmente receptora de los movimientos artísticos continentales. Pero luego de la ocupación napoleónica, los maestros del barroco español fueron mejor conocidos en Francia debido a los botines de guerra. La cultura romántica despertó el gusto por lo exótico y las tradiciones populares, lo que propició los viajes a la península en busca de testimonios y esto repercutió en el interés por el arte español, cuyas obras eran llevadas de vuelta. El matrimonio de Luis XVI con la granadina Eugenia de Montijo puso de moda el arte español en Francia durante el Segundo Imperio. También en la segunda mitad del siglo XIX Roma y París actuaron como centros de intercambio a través de salones y certámenes y del floreciente mercado del arte, lo que trajo aparejada la circulación de la producción española de la época. El desarrollo del libre mercado en ese siglo cambió la forma de comercializar la pintura, ahora a través de galerías y con un nuevo consumidor surgido de la clase media, los profesionales y hombres de negocio.

Durante el período en que España mantuvo su dominio ultramarino, América había sido una receptora pasiva del arte español. En la colonización de América la pintura jugó un importante papel evangelizador como parte fundamental de los ajuares para templos y monasterios. La presencia de obras españolas del género religioso hasta el siglo XVIII, fue mayoritaria y procedía básicamente de los talleres de maestros barrocos y de sus continuadores. El surgimiento de escuelas regionales mestizas en el Nuevo Mundo, estuvo también propiciado por la circulación de pinturas y grabados procedentes de Europa y en particular de la península, que asumían una función modélica para los artistas locales. Pero entre los siglos XVIII y XIX la nueva aristocracia americana comenzó a acumular bienes artísticos procedentes de Europa, que contenían para ella una carga simbólica y enclasante. Más allá de sus valores artísticos intrínsecos, estos objetos funcionaban a nivel de imagen como expresión de la aspiración integradora de esa clase a la cultura occidental. Así comenzó a surgir el coleccionismo privado en América, y derivando de este, el coleccionismo público a través de museos, que prestigiaban ya no a una clase, sino a las jóvenes naciones. Sin embargo, hacia el último cuarto del siglo XIX se produjo en Hispanoamérica una reorientación del interés coleccionador de arte que daba paso a un propósito diferente. Asentado ya el poder económico y simbólico de las clases por una actuación sostenida, las nuevas generaciones no necesitaban justificar su posición y se dieron con más facilidad a la satisfacción de sus intereses individuales. Es así que, de un coleccionismo disperso, guiado por un patrón extra-artístico, se pasó a un coleccionismo concentrado, movido por el gusto.

En la década de 1880 en la céntrica calle Florida, de Buenos Aires, proliferó la práctica de vender objetos artísticos –incluida la pintura– en establecimientos comerciales. Estos objetos eran traídos desde Europa por intermediarios, ávidos de obtener ganancias a costa de consumidores ingenuos, deseosos de equipararse, en la tenencia artística, a las clases altas. Este fenómeno al que Roberto Amigo[2] llama “cultura del bazar” constituye un momento de transición entre el ciego coleccionismo legitimante y la adquisición consciente y selectiva, que caracteriza al coleccionismo del siglo XX. El mercado del bazar resultó dignificado en la década de 1890 con la intervención de instituciones culturales que comenzaron a organizar exposiciones a partir del conocimiento. En ese contexto se sitúan las exposiciones-venta organizadas por José Artal entre 1897 y 1913.

La evolución experimentada por las prácticas coleccionistas y del mercado del arte en Argentina durante el tránsito del siglo XIX al XX, tiene su correlato en el resto de la América hispana, aun con los matices locales, de origen económico, cultural, demográfico, etc. Pero quizás sea en Argentina donde se dieron condiciones más propicias para este paso, de modo que el fenómeno adquiere allí unos perfiles de referencia de interés continental. La documentación del proceso rioplatense parece ser también la más rica y mejor investigada, por lo que ha resultado igualmente la más conocida.

Otro asunto de interés en ese momento es el del espacio que comienza a ganar la pintura española en el ideario cultural de los sectores intelectuales, como consecuencia de cambios en la correlación de fuerzas entre Argentina y el Viejo Mundo, por un lado, y los Estados Unidos de América, por otro. Según autores como Roberto Amigo, Marcelo Pacheco y otros, algunos factores de índole ideológica y demográfica tuvieron un peso importante en el giro que se produjo hacia fines del ochocientos y principios del novecientos con relación al consumo del arte español. La llegada de la pintura española en la época colonial no tenía como prioridad el arte, su primera motivación era la evangelización para la creación de un sustrato ideológico sobre el cual asentar el dominio. En tierras continentales[3] parece haber quedado asida la pintura española a la idea de colonización y de relaciones desfavorecedoras. El interés de las nuevas repúblicas por insertarse en el panorama del mundo moderno hizo desviar la atención hacia otras culturas como la francesa y la norteamericana. Sin embargo, el entresiglos provocó un giro que perseguía unas señas de identidad en peligro de ser desvanecidas, en un esfuerzo consciente por equilibrar progreso y continuidad. La entrada de Argentina en la modernidad se hizo acompañar de un nuevo aluvión de pintura española, pero ahora con un significado racial. Ya por entonces España también era otra y no aspiraba a dominar políticamente, sino más bien a conectar espiritualmente con una comunidad diferenciada a la cual pertenecía.[4] Este sentimiento está detrás de las grandes migraciones españolas que se produjeron entre 1880 y 1930 hacia varios países hispanoamericanos.

La labor promocional de José Artal, llevada a cabo entre 1897 y 1913, descansaba sobre una urdimbre ideológica propicia. Y como él, otros comprendieron la pertinencia de ofrecer un mercado de arte que sintonizara con ese rescate de lo español. De modo que el reposicionamiento de la pintura española y la creación de espacios profesionales para el mercado del arte crecieron paralelamente en el panorama cultural de Buenos Aires, y también de la ciudad de Rosario, en la Argentina de la época. Suele considerarse al Salón Witcomb como la primera galería en aparecer, no solo en Buenos Aires, sino también en Hispanoamérica. Pero en fechas muy cercanas, dentro de la primera década del novecientos, se produjo la apertura de otras que vinieron a sumársele, como el Salón Castillo, el Costa, L’Aiglon, el Moody, casi todas en la Calle Florida y sus inmediaciones.[5] Estas galerías organizaban sus exposiciones-venta con obras que les llegaban a través de intermediarios o ya aglutinadas por algún organizador de la muestra. A veces, la estrecha relación entre el propietario del local y el organizador, hizo posible que las salas estuvieran provistas de determinadas condiciones técnicas, tales como una luz adecuada, como parece haber ocurrido con el Salón de Villegas y Ortega, desde 1900. Algunos intermediarios traían las obras directamente para comercializarlas, mientras que otros, generalmente pintores ellos mismos, reunían pequeños conjuntos que enviaban desde Europa a Buenos Aires para ser expuestos por un marchante.

Según Florencio de Santa-Ana, Francisco Jover (1836-1890) hacía llegar obras menores desde Madrid, mientras que José Benlliure (1855-1937) y Francisco Pradilla (1848-1921) hacían envíos desde Italia. Igualmente, desde París, Francisco Domingo (1842-1920) remitía a Buenos Aires obras de artistas españoles, que luego eran comercializadas en galerías. Pero durante estos años algunos marchantes preparaban la muestra que era ofrecida al público y realizaban el trabajo de promoción, aunque no siempre con el mismo cuidado y acierto. Entre los más conocidos figura José Pinelo Llul (1861-1922) quien realizó varias muestras en casi todas las galerías, incluido el Salón Witcomb, y poco después lo hizo el valenciano Justo Bou. Eliseo Meifrén (1859-1940) organizó una en 1904, en el propio salón, dedicada a los artistas catalanes, y más tarde la galería misma adquiría las obras que luego comercializaba.[6]

El Salón Witcomb había surgido como espacio para la pintura en 1896, de forma experimental, pues formaba parte del estudio fotográfico del inglés Alejandro Witcomb, asentado en Buenos Aires en el segundo cuarto del siglo. Witcomb –y antes su socio, el brasileño Christian Junior– había realizado una labor extraordinaria como fotógrafo de la vida social bonaerense[7] y también de hombres y mujeres pertenecientes a las clases altas. El prestigio alcanzado por este estudio y la existencia en el local de un vestíbulo espacioso, condujeron a Witcomb a la iniciativa de remodelarlo y usarlo no solo para exhibir sus fotos, sino eventualmente también pintura. El Salón Castillo, también estudio fotográfico, realizó las mismas funciones de galería de arte desde 1901, en el vestíbulo del taller. Como se ve, la venta de cuadros –entre otros objetos artísticos– en establecimientos comerciales de otra naturaleza, pasó por los salones de fotografía, para finalmente independizarse en galerías de arte. 

En el año 1897, justo al año de inaugurarse el Salón Witcomb como expositor de pinturas, comenzó allí su labor José Artal, valorada con el paso del tiempo más allá del hecho comercial. No fue Artal el único que usó ese espacio para presentar muestras de arte, pero ciertamente parece haber sido él quien logró alcanzar mayor reconocimiento, gracias a la calidad de sus selecciones y a la labor combinada de otras prácticas propicias a la formación del interés coleccionista. Su fina intuición debió captar muy bien el panorama del momento, caracterizado por una tradicional inclinación hacia el arte francés e italiano, en lo que al gusto se refiere, y, por otra parte, la práctica establecida de adquirir las obras de manera dispersa y sin suficiente orientación. Su labor logró subvertir la mentalidad de los consumidores del arte y ganar adeptos para un proyecto moderno.   

La estrategia seguida por Artal en sus exposiciones del Salón Witcomb estuvo formada por un entramado de acciones diversas, pero concurrentes en su objetivo final: el posicionamiento del arte contemporáneo español en el panorama cultural argentino. Una de estas acciones corresponde a la conducción del gusto de lo conocido a lo nuevo. Y como forma de instrumentación acudió a la presentación de obras de artistas consagrados, incluso ya muertos, como Goya y Fortuny. Resulta interesante apreciar cómo Artal acude a Goya como referencia más remota, pues el artista aragonés constituye un punto de giro para el arte español que resultaba atractivo tanto para los coleccionistas interesados en el arte moderno, es decir, el del siglo XIX, como para los que se inclinaban por los llamados old masters europeos. El siguiente puntal fue Fortuny, un artista contemporáneo, pero ya muerto, envuelto en un halo de genialidad, y cuya obra –asumida en Francia e Italia– ya había sido aceptada en América y gozaba de los favores del mercado. De tal modo, el proyecto de Artal partía de un punto seguro, de registro abierto, para dirigirse cautelosamente hacia los artistas más jóvenes.

Sin embargo, no bastaba para Artal la aceptación de su Salón, era necesario también lograr ventas relativamente fáciles que atrajeran a los compradores sin que estos sintieran como riesgosas sus adquisiciones. Está documentado en su correspondencia[8] y en la envergadura misma de las obras que integraban las primeras muestras, su interés por los cuadros pequeños, los dibujos y acuarelas, y también por el empleo de una técnica que no fuera demasiado atrevida. Algunos estudiosos han visto en esto la prueba de que el gusto de Artal era un tanto conservador, pero no debe perderse de vista que, como buen comerciante que era, no podía contradecir la demanda de sus consumidores, sino conducirlos progresivamente hacia sus objetivos. Su táctica no fue la de imponer, sino más bien la de seducir. Precisamente las obras de Fortuny que llevó a sus salones eran dibujos y acuarelas, fácilmente aceptables por el prestigio del autor, pero también por sus precios. Los cuadros del pintor catalán aún conservaban valores muy elevados en el mercado internacional y Artal necesitaba vender porque le resultaba fundamental para el éxito. Su empeño sostenido por presentar artistas de calidad, la publicación de monografías y de catálogos ilustrados, y su constante intercambio con los pintores –y los clientes– con el fin de sugerir lo más aconsejable para el público bonaerense, lo convirtieron en un verdadero marchante en el sentido moderno.

Es más o menos conocida la influencia ejercida por estos salones en países limítrofes con Argentina –como Uruguay y Chile–, pero mucho menos las resonancias, a veces indirectas, que tuvieron en los países hispanoamericanos situados más al norte. En el caso particular de Cuba, las obras de los pintores promovidos por Artal circularon en ese mismo período, tanto en el mercado formal como en el informal. Es posible rastrear su presencia en colecciones privadas de la época y en las colecciones públicas del país, tributarias de aquellas con el paso del tiempo, que conservan hoy un importante legado del arte español producido durante el cambio de siglo.

La presencia del arte español en Cuba durante el período colonial tuvo características similares a las del resto del continente; aunque, como se sabe, el empeño evangelizador en las Antillas no tuvo que enfrentar la resistencia de tan fuertes culturas aborígenes. Por otra parte, la extensión del dominio español durante todo el siglo XIX en Cuba y Puerto Rico, permitió una circulación sostenida del arte español, aunque no fuera de manera excluyente. El coleccionismo disperso y legitimador de las clases altas tuvo también su espacio en la sociedad cubana del siglo XIX. La prensa habanera de la segunda mitad del siglo refleja las ventas en establecimientos comerciales dedicados al ajuar doméstico, así como la presencia de intermediarios y de asesores, casi siempre pintores ellos mismos. En el primer lustro de la última década, algunos de estos establecimientos alcanzaron una mayor especialización en el tema, como la Galería Fotográfica S. Gelabert y Hnos., en la calle O'Reilly No. 63, que relacionaba fotografía y pintura atendiendo a la imagen bidimensional; o el Centro de Bellas Artes Hermanos Rodríguez y Cía., en la calle Obispo No. 92, dedicado a la pintura y los “objetos artísticos”. Pero sin dudas fue el Salón Pola, instalado también en la calle Obispo No. 101, el que alcanzó un perfil más definido y exclusivo. De manera permanente sostenía una galería de exhibición y venta de pinturas contemporáneas –cubanas y europeas– colocadas de manera aglomerada como era usual en la época. Su propietario, Manuel Pola, había estudiado pintura y ejercía su profesión desde el conocimiento. Por otra parte, su trato con los artistas debió hacer más viables las funciones del salón, pues no era sólo un “industrial inteligente y activo”,[9] sino también un incipiente galerista.

Sin embargo, la reactivación de la guerra de independencia entre 1895 y 1898, y la ocupación norteamericana de la Isla, a consecuencia del Tratado de París, entre 1898 y 1902, modificaron el curso de las operaciones culturales en el país. Los asuntos políticos, militares y patrióticos absorbieron la atención general, y la vida social se vio trastornada por unas directrices de cambio que ponían en suspenso las aspiraciones nacionales. La edificación de unas estructuras republicanas que no partían de la maduración histórica cubana, sino de un modelo ajeno, y más tarde una segunda intervención norteamericana de 1906 a 1909, retrasaron el proceso cultural. La evolución experimentada por las instituciones de arte dirigidas a la enseñanza o la promoción, las exposiciones públicas, la comercialización, así como la discusión de esos temas en la prensa, quedó sumergida durante los primeros años del siglo para resurgir en la segunda década bajo una fórmula institucional diferente.[10]

En 1914 el José Artal se trasladó a España con su familia y se asentó en la ciudad vasca de San Sebastián, en la que murió en 1918. Los Salones Artal quedan en la historia como un capítulo importante en el proceso de reconocimiento entre España y la América hispana a la luz de la modernidad del entresiglos, que desde la tradición del ochocientos abría una búsqueda hacia la renovación novocentista. Más allá del arte mismo, la circulación de las obras y los artistas españoles reactivó los elementos comunes entre las culturas del Nuevo Continente y la península Ibérica a través del contacto y las nuevas influencias, en ambas direcciones. La labor de Artal –y la de otros marchantes y artistas interesados en la promoción artística– fue parte de un movimiento mayor que comenzó a enlazar bajo nuevos presupuestos una comunidad con diferencias y similitudes ya históricas.

El Salón Witcomb y las demás galerías argentinas continuaron su labor, especializándose en las tendencias más contemporáneas del arte e integrándose a maneras más actuales de ejercer la labor del galerista. La última década del siglo XIX y las dos primeras del XX aparecen así como el momento en que se sientan las bases para la práctica del mercado profesional del arte en Hispanoamérica, como expresión de los procesos culturales del cambio de siglo en esos países. La movilidad de las obras de arte –que responde también a cambios políticos, sociales y económicos– es incesante y difícil de registrar. Pero, al menos en los países hispanoamericanos, las colecciones públicas, creadas también en ese período, pueden contribuir a la reconstrucción de una imagen del proceso en el que se insertaron los Salones Artal.

En Cuba el estudio de ese período se complejiza a causa de un suceder histórico muy accidentado, pero aún así revela coincidencias que responden a coordenadas globales del desarrollo. Rememorar ese capítulo de enlace, ahora desde la colección del museo de La Habana, puede contribuir a enfocar el asunto desde una óptica más expansiva. El escenario argentino de los salones de arte español tiene perfiles locales bien definidos y estudiados, pero es también expresión de un fenómeno más abarcador que incluye el coleccionismo y la circulación del arte a una escala mucho mayor, y del cual participan en diferente medida las demás naciones hispanoamericanas en los albores del siglo XX.

Manuel Crespo

Curador de Arte Español

Tomado del catálogo: Los pintores de Artal. Pintura española del Museo de La Habana. Navarro Impresores S.L., Sagunto [Valencia, España], 2010


[1] Florencio de Santa-Ana. “Sobre Don José Artal y Mayoral, sus salones bonaerenses y el pintor Joaquín Sorolla y Bastida”, pp. 29 y 30 en: Varios. Los Salones Artal. Pintura española en los inicios del siglo XX. 1995.

[2] Roberto Amigo. “El arte español en la Argentina, entre el mercado y la política”, en: El arte español en la Argentina 1890-1960. Fundación Espigas, p.18.

[3] En Cuba, como en el resto de las Antillas españolas, la fuerza evangelizadora de la pintura religiosa fue menos agresiva.

[4] Graciela Montaldo. Ficciones culturales y fábulas de identidad en América Latina. Rosario. Beatriz Viterbo Editora, 1999, p.83

[5] Roberto Amigo. Op. cit., pp. 24-27. Horacio J. Spinetto. “Santiago Rusiñol, una presencia modernista en las fiestas del centenario”, en: Varios. Ecos del Modernismo catalán en el Río de la Plata. No.151, p. 33.

[6] Véase: Florencio de Santa-Ana. “Sorolla y sus amigos”, en: Sorolla, el pintor de la luz. México, 1992, p.56. Véase también: Florencio de Santa-Ana. “Sobre Don José Artal y Mayoral, sus salones bonaerenses y el pintor Joaquín Sorolla y Bastida”, p. 32; y “Biografías”, p. 190 en: Varios. Los Salones Artal. Pintura española en los inicios del siglo XX. 1995.

[7] El archivo fotográfico de Alejandro Witcomb, formado por unas 300 000 placas de vidrio de extraordinario valor documental, es atesorado por el Archivo General de la Nación, en Buenos Aires. Ver: Colección de Placas Witcomb, en www.mininterior.gov.ar/agn/doc  10/02/09.

[8] Una parte de la correspondencia de Artal con Sorolla se conserva en el archivo del Museo Sorolla de Madrid, y ha sido divulgada parcialmente por Florencio de Santa-Ana en varios artículos.

[9] Asmodeo. “Salón Pola”, en: El Fígaro. La Habana, Año 10, no.10, 1894, p.139.

[10] Ver: Luz Merino. “Otra lectura de nuestra crítica de arte en el siglo XIX”, en: La Siempreviva. La Habana, 4 de junio de 2008, pp.82-92.

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Imagenes: 
Cartel Exposición Salón Witcomb. 1899
Cartel Exposición Salón Witcomb. 1901. Ramón Casas
Retrato de José Artel. Joaquín Sorolla