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René Portocarrero, Interior Del Cerro, 1943
La infancia de Portocarrero en el barrio habanero del Cerro, por entonces en los últimos momentos de su esplendor, ha sido señalada reiteradamente como un factor de importancia decisiva en la configuración de su pintura. En el apogeo de su primera madurez, emergen los recuerdos. Así surgen los interiores del Cerro, que incluyen algunas de sus obras más importantes. Pero esta reconstrucción está lejos de ser una recreación ornamental o una exhumación arqueológica. Rescate de un mundo criollo que se intenta preservar como refugio, pero también, contradictoriamente, visión crítica. De ahí el expresionismo tranquilo y silencioso, angustiado. Un mundo cerrado en el que la nostalgia es solo uno de sus componentes. La atmósfera es sofocante y la ornamentación comienza a adquirir un carácter fuertemente expresivo. El colorido es brillante, como filtrado a través de los cristales de colores de mamparas y vitrales, roto en pequeñas pinceladas. La figura
no se diferencia del fondo: son una sola cosa.
La nostalgia ha sido matizada por el grotesco. Es un mundo recordado con añoranza, pero a punto del derrumbe. En estos interiores se establecieron de manera definitiva algunas de las características esenciales de Portocarrero que, transfiguradas o potenciadas, serán constantes en su obra posterior. Su color se ha hecho personal, y su toque libre y seguro, nervioso y ajustado a la vez. La ornamentación adquiere a partir de aquí una importancia especial, una creciente autonomía que, no obstante, nunca pierde una definida función expresiva. La actitud ante la tradición, la mirada dirigida al pasado y su traslado al presente en un viaje lleno de contradicciones, tiene en estos interiores su verdadero punto de partida. (R.V.D.)
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