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Sala Consolidación del Arte moderno

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  • Sala Consolidación del Arte moderno. Sala Wifredo Lam
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  • Nivel 3. Salas expositivas y vías de acceso
Sala Consolidación del Arte moderno.

Sala Consolidación del Arte moderno

Ubicación: 
Nivel 3. Edificio Arte Cubano

A fines de los años treinta se ha consolidado la que algunos denominan “Escuela de La Habana”. Entonces este movimiento ha definido líneas de desarrollo originales en sus relaciones con el arte europeo y americano; ha creado poéticas definitivas; ha producido sus primeros clásicos y ha conocido un primer esplendor. Pero, junto a las figuras ya convertidas en imprescindibles -Víctor Manuel, Abela, Peláez, Enríquez, Pogolotti- comienzan a exhibir otras, nacidas entre 1910 y 1915: Mariano, Portocarrero, Cundo Bermúdez, Carreño, Martínez Pedro. Estos jóvenes se benefician con más de una década de luchas por el lenguaje de la modernidad artística frente a la reacción académica, aún resistente. A diferencia de sus mayores, a los que consideran maestros, no comienzan a crear sobre el vacío pues han encontrado un cuerpo de obras y de reflexiones del cual partir, aunque sea sometiéndolo a crítica o negándolo de plano. Son hijos de otro momento histórico: los años de frustración y repliegue después del fracaso de la llamada “revolución del 30” y tienen otras inquietudes. Las relaciones con sus predecesores adquieren esa particular dialéctica de aceptación y rechazo característica de toda sucesión generacional, y están matizadas de no pocas escaramuzas. Sin embargo, lo que une a ambas promociones, por encima de circunstanciales antagonismos, es su inserción en una misma tendencia evolutiva, caracterizada por la búsqueda de una expresión cubana dentro de la modernidad artística de Occidente. Cuando en 1938 se celebra el II Salón Nacional de Pintura y Escultura, donde se reúne un impresionante conjunto de arte cubano moderno, resaltan varios rasgos de interés: la aparición de nuevas figuras, el peso de la pintura mexicana y la consolidación de los “modernos”, dominantes frente a los “académicos”. En ese momento, los intereses de ambas promociones coinciden fugazmente para luego distanciarse. La estética mexicana ha penetrado en buena parte del arte cubano, una década después de que Alejo Carpentier expresara sus primeros entusiasmos ante la obra colosal de Diego Rivera. El muralismo es una fuerza efímera, aunque importante, que unifica brevemente a la pintura de la Isla. Muchos jóvenes prefieren viajar a México, y no a Europa, para sus períodos de aprendizaje. Han comenzado buscando la modernidad –que ya en ellos es diferente- en tierra mexicana. No obstante, el muralismo será en Cuba solamente un trampolín del que los cubanos saltarán hacia la pintura de caballete, sin haber adoptado plenamente el impulso épico, la grandilocuencia del lenguaje y el énfasis político. A partir de esta coincidencia inicial, el arte de los cuarenta se desplegará con rapidez en direcciones diversas, apartándose con decisión de las corrientes características de los treinta. De las direcciones entonces apreciables, algunas desaparecen, carentes de sustento histórico, mientras otras son sustituidas, a veces mediante violentas actitudes de reacción, a veces tan transformadas que llegan a diluir el modelo hasta reconvertirse en otra propuesta. La pintura de tema político y social pierde el ímpetu de los años precedentes y prácticamente desaparece; el criollismo interesado en temas rurales o campesinos se orienta hacia otras dimensiones más ocultas o evocativas, en tanto que el afrocubanismo vanguardista es barrido por la aparición de Wifredo Lam y Roberto Diago. Los jóvenes pintores y escultores darán pronto sus nuevas interpretaciones de aspectos poco abordados o inéditos de lo cubano e impulsarán la consolidación absoluta de la modernidad artística insular. Los paisajes urbanos, ahora predominantes sobre los campesinos, están muchas veces centrados en La Habana, convertida en espacio mítico. Hay un repliegue hacia los interiores domésticos de los blancos criollos, agobiados de ornamento. Se crean nuevas iconografías, alejadas de las representaciones pintorescas, cuando se abordan las culturas de los negros cubanos. En el color expansivo y sensual palpitan tanto las lecciones mexicanas o el fauvismo europeo como los datos extraídos del ambiente cubano. El ornamento parece ser un elemento unificador del período y define buena parte de la obra de muchos artistas, dentro de una inclinación acumulativa que muchos llaman “barroca”. Portocarrero, Carreño, Peláez, Bermúdez o Mariano, por citar algunos ejemplos, se valieron de tal recurso desde sus particulares poéticas, a partir de un repertorio referencial -rejas, mamparas, vitrales, elementos arquitectónicos, interiores-, expresión sin pintoresquismo de un decorativismo ambiental, reinterpretado a la luz de las vanguardias europeas. Al calor de los nuevos tiempos, no pocos de los pioneros experimentaron cambios o inflexiones significativas en sus obras. La unión de ambas promociones en una misma empresa resultará en una verdadera “edad de oro” del arte cubano.

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